Una pareja, incluso una pareja Real tan pública como la monegasca, puede hacer lo que en la intimidad les den las ganas a sus miembros, sean hombre y mujer, dos mujeres o dos hombres.
Ese aspecto de la cuestión no tengo la menor duda ni, por supuesto, nada que opinar ni menos que objetar. Pero Alberto II de Mónaco y su flamante esposa, Charlene, no son una pareja cualquiera, constituyen una pareja que tienen montada su vida en función de la fama que les proporcionan a diario unos medios de comunicación que viven del morbo ajeno y ellos, igual que toda su familia, facilitan que lo cultiven quizás porque en ello les va el cuento de su Monarquía limitada a la evasión de impuestos de unos miles de privilegiados y a su supervivencia en el papel couché. Por eso no debe sorprender demasiado que el matrimonio, o lo que sea, lleve metido en rumores y comentarios irónicos y más bien pícaros, desde la misma noche de su boda televisada urbe et orbe.
La luna de miel, si es que luna de miel fue, la pasaron los recién casados en hoteles diferentes de Sudáfrica, a quince kilómetros uno del otro, y, claro, este distanciamiento físico, que no parece que contribuya eficazmente al acto de la consumación carnal, está dando qué hablar.
Bueno es el personal cuando de pronto observa a unos famosos en tan fragrante comportamiento post nupcial. Pero no hay que trascendentalizar demasiado los hechos y sus apariencias en cuyo secreto sólo ellos están. Nada más regresar a Montecarlo, la pareja — que sabe que sin la prensa no es nada por mucha corona de bisutería que luzcan sus cabezas –, convocó a los periodistas que seguramente no tenían nada mejor qué hacer y tras lamentar su comportamiento inmiscuyéndose en sus noches de recién casados, él, Alberto, que a diferencia de algunos políticos españoles sí admitió preguntas, explicó el misterio.
Duermen separados y distanciados por razones prácticas. Qué razones son no lo aclaró y su mujer, que asistía en silencio y cara de circunstancias, tampoco.
