El diablo asusta por mucho que nos hayamos vuelto descreídos, y de madrugada aún más. El miedo al diablo, tema de mi novela El niño que no iba a misa, sigue atemorizando a pesar del paso del tiempo. El otro día en Francia sin ir más lejos un susto de origen diabólico costó la vida a un niño y estuvo a punto de causar una masacre de Dios te ampare.
Fue en La Verriére, por los alrededores de París. Una madrugada, en una de esas viviendas hacinadas de inmigrantes africanos, un niño comenzó a llorar y su padre, un hombretón de color se levantó a oscuras y en pelota picada a acunarle con tan mala fortuna que una mujer que intuyó su silueta por el pasillo se confundió: pensó que era el demonio en persona que se abalanzaba a llevarse al pequeño al infierno, comenzó a gritar como una posesa, despertó a todos los inquilinos y en medio del pánico, unos creyendo ver en las sombras el rabo y otros los cuernos del maligno, a alguien se le ocurrió ponerse a salvo lanzándose de cabeza por la ventana más próxima, ejemplo que enseguida fue secundado entre empellones y en medio de escenas de renovado terror por otras once personas.
La ventana no estaba muy alta y la estampida causó menos víctimas mortales de las que podrían haberse producido, sólo heridos de gravedad variable y, lo más triste, la muerte de un pequeño de pocos meses que ni siquiera tenía edad aún para temer al diablo. Lo extraño del incidente, que consternó y quitó el sueño para varias noches a media vecindad, es que a nadie se le ocurriera en pleno desconcierto encender la luz, o al propio autor de la confusión, que resultó el más asustado, vencer su pudor y aclarar los detalles más íntimos y elementales de la realidad de los hechos: que tiene por costumbre dormir cual fue traído a este mundo y que su negritud y corpulencia le vienen por ascendencia familiar, no por vinculación luciferina.
En semejantes situaciones, con el temor a tener que vérselas con un diablo de poderosa cornamenta, nadie puede imaginarse como va a reaccionar.
