Un vecino excepcional hace el gran favor de llevarte en su auto hasta la misma puerta del hospital, evitándote el Viacrucis de un sistema de transportación publica insuficiente de pies a cabeza. Terminas el tratamiento de ese día porque serán varios, y sales a la calle acompañado de la incógnita de cómo regresar a casa.
Como que ya conoces las reglas de este juego, lo más indicado resulta preguntar a ese celador ataviado de camiseta roja, publicidad del ron Havana Club, donde se resalta a sus espaldas eso de “parqueador oficial” y preguntarle si hay algún taxista particular en la zona porque, además, desde hace buen rato ya no existen las flotillas de taxis al servicio de los centros de salud.
El hombre, que tal parece un pastor de casi medio centenar cabras devenidas “motorinas” y que sobrepasan el millón en toda la isla según reportó un alto oficial de la policía ante las cámaras de televisión, no sólo indica con el dedo índice, sino que le espanta un sonoro grito de ¡¡¡Ramón!!! a un anciano que se guarece del sol bajo una buena sombra de flamboyán florido en todo su esplendor.
Presto al llamado, llega el taciturno hombre, saludos de rigor e indico el destino. La respuesta es numérica:
-1.500 pesos.
-Y yo le advierto -dije en el tono más pausado posible- que no tengo momento fijo para mearme dentro del carro. Vámonos ya.
Mil quinientos pesos cubanos más ocho es lo que factura una pensión en la isla. No hay que ser devoto de las matemáticas para concluir que sólo un mortal, con garantía de la existencia del paraíso que hablan políticos y curas, pudiera abonar por tan corta trayectoria.
El chofer, con visible asombro ante tan peculiar advertencia, me estudia de cuerpo entero e invita a asumir el papel de copiloto sin abandonar con el rabo del ojo el rápido estudio corporal.
El auto es un Lada de la era soviética con casi 60 años de explotación, pero muy bien conservado y limpio. La distancia a recorrer será de unos 4 ó 5 kilómetros. De saque, a modo de tranquilizante, le doy razones clínicas urológicas y de paso le advierto del cuidado que debemos tener a la altura de estas edades.
De inmediato, un diálogo diáfano, honesto, como esos de dos buenos amigos que se encuentran por accidente y hasta donde aparecen conocidos mutuos. Una llamada de su esposa al celular que parecía fuera la de mi compañera de vida con los mismos pesares y advertencias.
A punto de las ocho décadas de existencia, timón en mano haciendo sus “carreritas” de sobrevivencia, una mezcla bien proporcionada de admiración y vergüenza. Llegados al destino, extraigo la billetera.
-Oye, lo que tu puedas y si no hay, no pasa nada.
Le extiendo tres billetes de 500 pesos. Hoy en Cuba, en el mercado informal, que ya gobierna en el día a día, un euro se cotiza a 400 pesos cubanos. Poco menos de cuatro euros el retorno a casa. Honraba no tanto el acuerdo, sino algo carente de precio, ausente de cualquier valoración financiera, la solidaridad humana, el socorro y la ayuda mutua.
-Gracias, Ramón. Te dejo porque me estoy meando.
Y no era mentira.