Detrás de la idea de cobrar por el uso de los servicios en la estación de Atocha está el afán recaudatorio del Ayuntamiento de Madrid, pero detrás de esa intención se encuentra la necesidad de acabar con el trapicheo que había en los lavabos. No era extraño ver como señores de cierta edad pactaban con chicos jóvenes que ejercían de chaperos. Y la señora Botella, tan dada a separar peras de manzanas sin enterarse. Además, es cierto que esos lugares eran bastante sórdidos, olía a tigre de circo malo de los que enseñan las caries al rugir.
Por eso los nuevos gestores prometen una imagen renovada, higiene por 60 céntimos y “buen olor”. Eso siempre es matizable: el concepto de buen olor puede ser un reparto generoso de ozonopino a discreción como si el usuario del WC fuera caperucita perdida en el bosque, una de esas exageraciones que a veces se experimentan al subir a un taxi perfumado en exceso. Las maravillas que cuentan son tales que por tan poco precio uno va a poder sumergirse en las míticas aguas de los limones salvajes del Caribe como decía la publicidad de un desodorante. Al fin, y después de muchas risas, Ana Botella habrá conseguido el “relaxing pi-pí” que tanto ansiaba para la ciudad. Un “relaxing pi-pi” en el que solo falta un mayordomo de guante blanco que agite hasta lograr que salga la última gotita.
Lo importante es acordarse de llevar sesenta céntimos encima porque llegado el momento del apretón uno no está para pedirle cambio a nadie. Es poca cantidad, simbólica, pero si no tienes suelto te puede costar un disgusto innecesario que al final pagarán las tortugas del estanque.
Pronto Madrid estará lleno de urinarios de pago y olerá a ozonopino desde Aranjuez, un perfume que se meterá en los vagones del AVE de manera subliminal invitando a visitar no “nuestro bar” pero sí “nuestro aliviadero”. En la puerta una sonriente azafata nos recibirá y con la misma sonrisa nos despedirá, por supuesto ella sería la encargada de proporcionar papel a la momia en caso de que lo necesitara.
