El padre muerto: una noticia que nadie quería dar

Desde el Malecón

El padre muerto: una noticia que nadie quería dar

Tercer domingo de junio. Día de los Padres en Cuba.

Misión Militar Cubana en Etiopía a principios de 1978 (Foto: Archivo de Aurelio Pedroso)
Misión Militar Cubana en Etiopía a principios de 1978 (Foto: Archivo de Aurelio Pedroso)
En plena misión militar cubana en Etiopía, a comienzos de 1978, un grupo de soldados recibió una noticia devastadora: la muerte del padre de un compañero. Lo que siguió fue un momento de profundo dolor y humanidad, alejado de las órdenes y los rangos, que refleja cómo incluso en el contexto más hostil, la empatía y la camaradería pueden prevalecer sobre la dureza de la guerra.. La infortunada comunicación llegó desde la Misión Militar Cubana en Etiopía a principios de 1978  luego de un largo viaje procedente de La Habana a la jefatura de la brigada. Desde allí, el oficial de guardia movió con fuerza la manivela del teléfono de campaña para pedir hablar con el joven capitán de la batería, quien una vez recibida la mala nueva ordenó la presencia del teniente Charón. El oficial Charón, jefe del pelotón de mando de la batería, no era permanente de las Fuerzas Armadas, sino un reservista que mucho tiempo atrás había prestado servicios en esa institución armada. Todos le apreciábamos. Su carácter castrense era mínimo, mucho más civil y adicto a las bromas que otra cosa. Siempre sonriente, rechazaba o “endulzaba” aquellas disposiciones que afectarían a su pequeño grupo de soldados y sargentos. Me llamó aparte del emplazamiento. Pasándose varias veces la palma de la mano derecha por la cara, como buscando impulso para las palabras, soltó sin previo aviso: -No tengo cojones para darle a Virgilio la noticia de la muerte de su padre. Tampoco el capitán. El “Villy” era mucho mayor que todos nosotros que andábamos en los veintitantos años de edad. Nunca nos pusimos a sacar cuentas ni en los momentos en que ya repetíamos los mismos cuentos, pero debió andar por encima de los cuarenta. No pocas veces nos preguntamos las razones por las cuales la comisión médica había aprobado a ese señor obeso y con dificultades hasta para caminar. Era puro nervio para todo y ojo no confundir nerviosismo con cobardía, aunque  a veces existieran ciertas coincidencias. Ante osadías y arrebatos propios de la edad como esos cruces por terrenos minados, era como una estatua viviente en el camión para repetir como disco rayado “¡Ay, la juventud; ay, la juventud!”. Le pedí acompañarme al lago de Alenmaya, a unos pocos metros del emplazamiento. Era una tarde gris, luctuosa y fría. Para nada experto en malas noticias, se me ocurrió preguntarle por su padre. -Muy bien, Pedrito (así chiqueaba mi apellido), muy bien. Las últimas noticias son que está muy bien. Dejé caer suavemente el arma sobre la hierba para reclamarle: -Vamos a darnos un fuerte abrazo porque tu padre ha muerto. Lloramos como niños abrazados por más de un minuto y sin testigos de la desgracia. Los demás, junto al teniente y al capitán hubieran hecho lo mismo.

En plena misión militar cubana en Etiopía, a comienzos de 1978, un grupo de soldados recibió una noticia devastadora: la muerte del padre de un compañero. Lo que siguió fue un momento de profundo dolor y humanidad, alejado de las órdenes y los rangos, que refleja cómo incluso en el contexto más hostil, la empatía y la camaradería pueden prevalecer sobre la dureza de la guerra.

La infortunada comunicación llegó desde la Misión Militar Cubana en Etiopía a principios de 1978  luego de un largo viaje procedente de La Habana a la jefatura de la brigada. Desde allí, el oficial de guardia movió con fuerza la manivela del teléfono de campaña para pedir hablar con el joven capitán de la batería, quien una vez recibida la mala nueva ordenó la presencia del teniente Charón.

El oficial Charón, jefe del pelotón de mando de la batería, no era permanente de las Fuerzas Armadas, sino un reservista que mucho tiempo atrás había prestado servicios en esa institución armada. Todos le apreciábamos. Su carácter castrense era mínimo, mucho más civil y adicto a las bromas que otra cosa. Siempre sonriente, rechazaba o “endulzaba” aquellas disposiciones que afectarían a su pequeño grupo de soldados y sargentos.

Me llamó aparte del emplazamiento. Pasándose varias veces la palma de la mano derecha por la cara, como buscando impulso para las palabras, soltó sin previo aviso:

-No tengo cojones para darle a Virgilio la noticia de la muerte de su padre. Tampoco el capitán.

El “Villy” era mucho mayor que todos nosotros que andábamos en los veintitantos años de edad. Nunca nos pusimos a sacar cuentas ni en los momentos en que ya repetíamos los mismos cuentos, pero debió andar por encima de los cuarenta. No pocas veces nos preguntamos las razones por las cuales la comisión médica había aprobado a ese señor obeso y con dificultades hasta para caminar.

Era puro nervio para todo y ojo no confundir nerviosismo con cobardía, aunque  a veces existieran ciertas coincidencias. Ante osadías y arrebatos propios de la edad como esos cruces por terrenos minados, era como una estatua viviente en el camión para repetir como disco rayado “¡Ay, la juventud; ay, la juventud!”.

Le pedí acompañarme al lago de Alenmaya, a unos pocos metros del emplazamiento. Era una tarde gris, luctuosa y fría. Para nada experto en malas noticias, se me ocurrió preguntarle por su padre.

-Muy bien, Pedrito (así chiqueaba mi apellido), muy bien. Las últimas noticias son que está muy bien.

Dejé caer suavemente el arma sobre la hierba para reclamarle:

-Vamos a darnos un fuerte abrazo porque tu padre ha muerto.

Lloramos como niños abrazados por más de un minuto y sin testigos de la desgracia. Los demás, junto al teniente y al capitán hubieran hecho lo mismo.

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