A no pocos visitantes le asombraba, a la par de la cantidad y variedad de autos norteamericanos de los 40s y 50s que circulaban por la ciudad, los numerosos grupos de personas jóvenes y también mayorcitos que a toda hora hacían animadas tertulias en esquinas y parques para entonces preguntar en qué momento esa gente estudiaba o trabajaba.
Tuvo que llegar la sacudida del árbol, la necesidad de poner pies en tierra, invertir esa pirámide donde resultaba más ventajoso cargar maletas en un hotel que salvar vidas en un hospital, para lograr como primer impacto casi de efecto inmediato que no pocos se presentaran ante las oficinas municipales del Ministerio del Trabajo y Seguridad Social en busca de empleo.
¿La razón? Los altos precios émulos de las escaladas al Monte Everest en todos los órdenes donde el dinero juega su papel. Algunos de ellos, ante el disgusto popular, han descendido, pero otros se mantienen con la máxima de ajustarse el cinturón.
Reacción más eficaz que aquella implantada en su momento medio siglo atrás cuando se dictó la Ley contra la vagancia. En enero, según cifras oficiales ofrecidas por la ministra de Trabajo, más de 80 000 personas solicitaron empleo en entidades estatales y privadas.
Aún así, con el necesario incentivo para incorporarse a la producción o a los servicios, queda una asignatura pendiente: el mercado negro, una caudalosa sangría a la pobre economía. Tan difícil de combatir porque sus protagonistas y participantes pueden sumar millones de cubanos.
Ciertamente, ha quedado clara una percepción. No es del deseo por trabajar, sino la necesidad de hacerlo.