Un abrazo inolvidable e irrepetible

Desde el Malecón

Un abrazo inolvidable e irrepetible

Calesquiera que se haya visto involucrado en un conflicto bélico queda marcado de por vida cual res que a la vieja usanza era señalada con hierro ardiente sobre su lomo.

Diario de navegación. Aurelio Pedroso
Diario de navegación. Aurelio Pedroso
Una amiga y fiel lectora me ha referido ya varias veces que aguante los dedos cuando, a cada rato, traigo el tema de pasadas guerras en el continente africano allá por la década de los 70s del siglo pasado.. Tomo nota. En verdad. hago lo posible por dejar a un lado un tema que a pocos interesa incluso para los que viven dentro o fuera de la isla y que de una u otra forma se vieron involucrados directa o indirectamente en aquellas aventuras que dejaron tantos muertos suficientes para mostrarlos en fila india en los casi 8 km del Malecón habanero. Tarea difícil porque cualesquiera que se haya visto involucrado en un conflicto bélico queda marcado de por vida cual res que a la vieja usanza era señalada con hierro ardiente sobre su lomo por el propietario. Y en estos días de finales de mayo no puedo menos que recordar a mi compañero José Cutín Aranguren, fallecido en el contén de su casa en la barriada capitalina de Buenavista a la espera de que apareciera un auto que lo condujera al hospital más cercano. El negro Cutín, hombre habituado por fuerzas circunstanciales, a soportar los momentos más inimaginables de una guerra, fue quien protagonizó el abrazo más sentido que he visto en mi larga vida. Nadie nos esperaba en puerto. Es más, el capitán del crucero soviético Almirante Najimov, apodado el Titanic ruso, esperó la noche mar afuera para que ningún ser viviente se percatara de nuestra llegada a la isla. Imbuidos en el más absoluto silencio, evitando hasta el crujir metálico de la escalerilla del buque, tocamos tierra luego de una ausencia de casi dos años. Cutín, emocionado, se abalanzó sobre el saliente de un pilote del muelle y lo abrazó con tanta dulzura como también fuerza por espacio de un minuto. No dudo para nada que ese hormigón fundido haya sentido en sus entrañas el calor y la felicidad del recién llegado, que le haya respondido con igual ternura el apretón de brazos, que le haya dispensado la bienvenida, sano y salvo a casa. Que me vuelva a disculpar la lectora Ana Margarita. Me resulta imposible olvidar a mis muertos cuando escribo o cuando en tertulia cómplice, no publicable, nos reunimos imaginariamente para recordar viejos tiempos y proseguir en pie de guerra ahora desarmados de pies a cabeza.

Una amiga y fiel lectora me ha referido ya varias veces que aguante los dedos cuando, a cada rato, traigo el tema de pasadas guerras en el continente africano allá por la década de los 70s del siglo pasado.

Tomo nota. En verdad. hago lo posible por dejar a un lado un tema que a pocos interesa incluso para los que viven dentro o fuera de la isla y que de una u otra forma se vieron involucrados directa o indirectamente en aquellas aventuras que dejaron tantos muertos suficientes para mostrarlos en fila india en los casi 8 km del Malecón habanero.

Tarea difícil porque cualesquiera que se haya visto involucrado en un conflicto bélico queda marcado de por vida cual res que a la vieja usanza era señalada con hierro ardiente sobre su lomo por el propietario.

Y en estos días de finales de mayo no puedo menos que recordar a mi compañero José Cutín Aranguren, fallecido en el contén de su casa en la barriada capitalina de Buenavista a la espera de que apareciera un auto que lo condujera al hospital más cercano.

El negro Cutín, hombre habituado por fuerzas circunstanciales, a soportar los momentos más inimaginables de una guerra, fue quien protagonizó el abrazo más sentido que he visto en mi larga vida.

Nadie nos esperaba en puerto. Es más, el capitán del crucero soviético Almirante Najimov, apodado el Titanic ruso, esperó la noche mar afuera para que ningún ser viviente se percatara de nuestra llegada a la isla.

Imbuidos en el más absoluto silencio, evitando hasta el crujir metálico de la escalerilla del buque, tocamos tierra luego de una ausencia de casi dos años. Cutín, emocionado, se abalanzó sobre el saliente de un pilote del muelle y lo abrazó con tanta dulzura como también fuerza por espacio de un minuto. No dudo para nada que ese hormigón fundido haya sentido en sus entrañas el calor y la felicidad del recién llegado, que le haya respondido con igual ternura el apretón de brazos, que le haya dispensado la bienvenida, sano y salvo a casa.

Que me vuelva a disculpar la lectora Ana Margarita. Me resulta imposible olvidar a mis muertos cuando escribo o cuando en tertulia cómplice, no publicable, nos reunimos imaginariamente para recordar viejos tiempos y proseguir en pie de guerra ahora desarmados de pies a cabeza.

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