Categorías: Opinión

El espía errante

Edward Snowden es el último apestado que vaga por el mundo presuntamente libre en busca de refugio para sus penas. ¿Qué cuáles son sus penas? Hombre, pues como diría un gallego, depende. Para las autoridades norteamericanas, haber dejado con el culo al aire las miserias de su Administración. Para el resto de los mortales, los que no contamos a la hora de elegir al inquilino de la Casa Blanca, pues ponernos en antecedentes sobre las violaciones del secreto de nuestras comunicaciones.

Es decir, que el secreto que garantizan las veneradas constituciones y sus leyes complementarias, no se respeta ni en Washington, ni en Nueva York ni siquiera en París, la patria de las libertades ciudadanas. Hay oídos cotillas las veinticuatro horas atentos a lo que decimos y ojos avizores pendientes de lo que escribimos. Los que se escapan es por casualidad porque cada día son millones los sometidos a la curiosidad impertinente de los nuevos espías.

Snowden era uno de ellos antes de convertirse en el espía errante que es ahora, y, no se sabe bien por qué, hace unas semanas dejó su empleo, se supone que tan bien remunerado como indigno, y se puso a rajar contra sus antiguos patrones que no se lo perdonan. Ese es su delito ante unos, los que le persiguen por los cinco continentes, y su mérito para los demás, los que le negamos asilo en nuestros países no vaya a ser que los del imperio se enfaden y nos recorten prebendas o nos mandan drones artillados en visitas protocolarias.

Antes el enemigo público mundial era Osama Bin Laden, y con razón porque sus secuaces mataban a destajo a quienes no frecuentamos las mezquitas, pero ahora, con Bin Laden fuera de circulación, su herencia la ha asumido Snowden que seguramente no ha matado ni mandado matar a nadie, pero nos ha hecho el favor, el inmenso favor, de alertarnos de que debemos movernos por las redes telefónicas e informáticas con pies de plomo. Siempre puede estar alguien fisgando y anotando lo que decimos.

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El espía errante

Diego Carcedo

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