El letargo del movimiento vecinal

Detrás de la cortina

El letargo del movimiento vecinal

En los últimos años, la ciudad de Madrid, y por extensión toda la comunidad, sufre un desgobierno creciente cuyos efectos se nota ahora con más violencia que antes pero cuya raíz está en épocas pretéritas, por cierto, no demasiado alejadas en el tiempo. Y una parte del problema reside, probablemente, en el casi total desmantelamiento de los movimientos vecinales.

Hace unas décadas la sociedad civil de la capital de España mostraba una fortaleza envidiable que contribuyó al desarrollo de Madrid en todos los ámbitos posibles, desde el económico hasta el cultural y hasta puso un cierto freno a los constantes desmanes urbanísticos que se habían sufrido hasta entonces. Una parte del mérito, por supuesto, hay que adjudicárselo a las asociaciones de vecinos. Organizaciones comunales y horizontales con las que el poder local y los partidos políticos tenían que contar sí o sí.

Estas células de militancia activa donde era posible la convivencia de habitantes de un mismo barrio con distintas sensibilidades e ideologías políticas se anotaron sonoras victorias e hicieron fracasar algunos planes previstos por los ayuntamientos de turno con la fuerza de la movilización.

Hasta que fueron desactivadas por el sencillo método de la infiltración. Los partidos desembarcaron en ellas y tomaron el poder, hasta convertirlas poco menos que en el coto privado de algunos reyezuelos, con una procedencia común en determinados grupos sindicales o de izquierdas, que sacan partido de su connivencia con los intereses dominantes en las corporaciones locales de hoy.

Ese proceso explica, por ejemplo, que en 2013, el Gobierno municipal de Ana Botella, obligado a cargar sobre sus hombros con la descomunal deuda que le endosó su antecesor, Alberto Ruiz Gallardón, sea el inductor activo o pasivo de múltiples operaciones urbanísticas desesperadas, en estos tiempos en que los precios se mueven a la baja, que van a adelgazar sustancialmente el patrimonio de todos los madrileños, a arruinar el paisaje y a permitir, una vez más, que unas cuantas empresas, muy localizadas, hagan negocio con los bienes de todos.

En general, avanzan sin encontrarse a nadie enfrente, sin el mínimo eco de una protesta vecinal que les obligue a reflexionar. A veces, ocurre hasta lo contrario, que son esas asociaciones quienes más rápidamente se suben al carro y aplauden los supuestos beneficios que pueden suponer para la zona en la que están situadas esos atentados a la lógica, realizados sin el más mínimo disimulo.

Una vez más, la esperanza parece residir en los nuevos movimientos sociales, las ‘mareas’, las ‘plataformas’ y esas asambleas de barrio del 15M que, en la medida que empiecen a localizar y concretar sus objetivos tal vez puedan recrear el poderoso entramado que creó en su momento el antiguo movimiento vecinal y, de ese modo, romper la cohabitación pacífica entre los grupos políticos de Gobierno y oposición en los ámbitos del poder local. Un colectivo que, a pesar de escenificar de vez en cuando algunas supuestas diferencias, parece unido y bien unido por una telaraña solidificada de intereses comunes.

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