Hay mucha polémica en torno a todo esto de los escraches. Unos dicen que ponerse debajo del balcón de un político (normalmente popular) y llamarle unas cuantas cosas es legítimo y hasta sano para una democracia. Otros dicen que es un crímen y que hay que actuar contra ese tipo de prácticas. La opinión de mi jefe ha dado la razón a los primeros.
Porque, dice el hombre, esos políticos que dicen que se está atentando contra la democracia «se han pasado por el forro de los cojones» -ponlo así, Bartolo, literal- casi un millón y medio de firmas que pedían una actualización de la ley hipotecaria. ¿Y esperaban que a cambio no sucediese nada?
Mientras no se agreda al personal y sólo se le canten cuatro verdades, el tipo tampoco cree que el asunto revista mayor gravedad. Y si revista, ésta se encuentra en el pánico de los políticos que, por no acudir a la calle, ven cómo la calle acude a ellos.
Y en cuanto a lo de aprobar una normativa especial a medida de los políticos, mi jefe se ha mostrado totalmente en contra y ha recordado que ese tipo de asuntos se dan en regímenes donde la democracia brilla por su ausencia.