Como soy parlanchín tirando a verborreico confieso que estoy un poco asustado ante lo que está pasando. Verán: últimamente ha vuelto la censura, no tanto oficial como real, tal que la vida misma, cuando se trata de expresiones orales. El diputado a part time Tony Cantó, confundiendo quizás el escenario y la platea vacía con el hemiciclo, dijo el otro día unas cuantas tonterías sobre la violencia machista y dimitir no dimitió, como se le demandaba, pero tuvo que suportar el mayor chorreo que puede caerle a un político de la oposición sólo por abrir la boca.
Igual que le pasó desde la otra acera del poder al ministro del Interior, Jorge Fernández, cuando expresó sus opiniones, no menos etiquetables de majaderas que las de Cantó, pero en este caso sobre la infecundidad de los matrimonios gays y su desprecio implícito a los que profesan abstinencia sexual, y el chaparrón que le cayó también fue de los que hicieron historia. Ni siquiera la teoría de las simulaciones diferidas de María Dolores de Cospedal sobre los haberes de Bárcenas, con texto y tono de aurora boreal, consiguieron diluir la bronca desencadenada por los dislates de su colega de Gobierno.
También le ha tocado el chorreo, con amenazas judiciales incluso, a Juan Carlos Rodríguez Ibarra, otro ejemplo de la represión de la facundia ajena. El líder extremeño, que no es hombre fácilmente atemorizable, comparó al presidente catalán con Hitler, ignoro con qué argumentos, y Artur Mas, que no ejemplariza el derecho a la igualdad ante las expresiones extemporáneas, todo hay que decirlo, ha montado en cólera y se propone nada menos que llevarle ante los tribunales, como en los mejores tiempos de Arias Salgado. Son muestras cotidianas que no demuestran que la Constitución pueda reconocernos el derecho de expresión a la hora de exponer ideas y, de paso, a decir jilip…
Porque abrir la boca, ya vemos, puede acabar siendo peligroso. Hay quien opta, como en los viejos tiempos, por hablar por lo bajini, susurrando igual que si se contase un secreto. Tal y como si aquí no hubiese derecho a algo tan habitual para criticar, denunciar y censurar, y más en el ámbito de la vida pública, y tan saludable para proyectar la propia imagen que es decir tonterías, majaderías y, sí, ahora con todas las letras, jilipolleces. Es un derecho que se impone defender con urgencia y con contundencia, sobre todo cuando se trata de políticos y portavoces. Porque, pregunto y me pregunto, si les prohibimos a los que nos representan o inhibimos a quienes mandan y aspiran a mandar para que se expresen con libertad, ¿cómo vamos a conocerles, como vamos a percatarnos a tiempo de que, es un ejemplo, son tontos de capirote?
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