Cuatro eran cuatro

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Cuatro eran cuatro

Esto no pretende ser un alegato muy imaginativo y, de hecho, en los últimos días algunos compañeros y ciertos comentaristas se han referido a ello. Pero, lo cierto, es que a estas alturas todavía a más de un ciudadano se le arrugan las cejas en gesto de desconcierto al contemplar un escenario de caos y crisis donde lo único que, aparentemente, parece confirmado es que, hoy por hoy, en España, nadie manda en ningún sitio.

Coincide, además, que quienes están al frente de las cuatro instituciones que representan el poder y su alternancia en el país, el Rey, Rajoy, Rubalcaba y Rouco, las cuatro ‘erres’, se encuentran en una encrucijada letal. Todos ellos parecen vivir sus horas más bajas y, a la vez, ninguno da la impresión ni de tener a sus huestes en el necesario estado de revista, ni de poder aportar un discurso coherente que ayuda a clarificar la confusa situación.

Primero está el jefe del Estado. El Rey. Un monarca cuya popularidad sigue en caída libre, deteriorada por sus propios errores y las ‘corruptelas’ palaciegas que se van descubriendo en ese complicado entorno familiar que le rodea. Un proceso que se desarrolla desde hace tiempo y que se ha visto acentuado últimamente tras la aparición en los medios de comunicación de varios ‘publireportajes’ de la cortesana Corinna.

Esa antigua amiga desconocida, cuya aparición en la portada del hola, supone su incorporación de hecho a la nómina de lo personajes habituales del mundo del corazón de alta gama. Las peticiones de que abdique han dejado de ser minoritarias y, hasta alguna que otra publicación internacional prestigiosa sugiere que sólo si Juan Carlos I deja el trono, la monarquía española podrá mantenerse.

Después está el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy. Tocado y contra las cuerdas por su implicación más que directa en el ‘caso Bárcenas’. Las denuncias del antiguo contable del PP apuntan directamente hacia él. Rajoy lo ha sido todo en ese partido en el que durante muchos años ha trabajado, hombro con hombro, con su ahora enemigo.

Además resulta evidente, o eso piensa la mayoría de los ciudadanos que fue el propio líder conservador quien nombró tesorero a Bárcenas, quien le mantuvo en Génova después de que se conociera su presunta implicación en el caso Gürtel y quién aprobó cualquier posible pacto al que este trabajador del partido llegará con sus empleadores.

Luego, aparece en la lista, el líder de la oposición: Alfredo Pérez Rubalcaba, aferrado a los restos del naufragio de un partido, roto, dividido e incapaz de recuperar el favor de los ciudadanos que un día tuvo. Entre otras cosas, precisamente, por la identidad de un líder como él, quemado por su complicidad en las tristes etapas anteriores en las que el PSOE, con José Luis Rodríguez Zapatero al frente, dilapidó el capital de credibilidad democrática que poseía.

Rubalcaba no es parte de la solución. Es el problema en sí mismo. Y, sin embargo, se mantiene en el liderazgo empeñado en la defensa ‘numantina’ de unos intereses que, por fuerza, sólo lo pueden ser los suyos y los de los miembros del entorno que les rodea. Por eso, sólo le queda un camino para salvar su lugar en la historia del partido en el que ha militado siempre. Convertirse, cuanto antes, en el instigador de su regeneración.

Provocar una catarsis, similar a la que se produjo en 1974, en el Congreso de Suresnes y dar la alternativa a nuevos líderes con capacidad de mantener a flote un barco que se hunde. Pero tiene que hacerlo ahora. No puede esperar a otoño, cuando en teoría deberían llegar las conclusiones de los debates doctrinales que se pusieron en marcha en la fallida Conferencia Política de octubre de 2011.

Y, por último esta Rouco, el cardenal. Un presidente de la Conferencia Episcopal Española en edad de jubilarse y a la espera de destino. Un purpurado sobre el que también parece ceñirse un futuro sombrío. Todo parece indicar que el sucesor del actual inquilino de Castel Gandolfo, no va a resultarle ni cercano, ni amigable.

Aunque nunca puede asegurarse nada sobre el posible resultado de las intrigas vaticanas, los comentaristas con más conocimiento de estos asuntos dan casi por hecho que el nuevo propietario de las sandalias del pescador sí romperá con la corte que rodeó a ese monarca absoluto que fue Juan Pablo II y con la que no terminó el recién ‘dimitido’ Benedicto XVI. Y, si es así, mal les irá a todas esas órdenes seglares, desde los ‘kikos’ al Opus Dei, gracias a las que Rouco estableció su régimen neoconservador en el catolicismo español.

De modo que los españoles, tienen instalados en la cabina de mandos del país a cuatro capitanes sin capacidad de tomar la iniciativa, preocupados por sus problemas propios y empeñados en asegurar su propia supervivencia. Cuatro líderes que necesitan un recambio urgente y que mientras más dilaten en el tiempo su desaparición del escenario, que ya no podrá ser discreta, en cualquier caso, más daño le harán a las instituciones que representan, a sus partidarios, al país y también a si mismos, aunque no parezcan capaces de percibirlo.

Menos mal, como dicen algunos amigos bromistas, que nos queda Italia. Un país que tras las últimas elecciones se ha instalado en el vértice de la actualidad y ha contribuido a que pase un poco más desapercibido en el mundo el sainete español. Alguno, como Pepe Oneto, hasta sugiere que si esto sigue así, lo mismo que ha pasado en el país transalpino, lo mismo llegamos a ver por estas tierras, un movimiento político encabezado por un profesional del espectáculo capaz de entrar con fuerza en el parlamento. Porque si allí tienen a Beppe Grillo, aquí lo mismo podemos tener a Wyoming.

Y hasta un conocido mío que, entre risas, aseguraba hace poco que, de nuevo explotando los paralelismos entre Madrid y Roma, va a llegar el día en que Cayo Lara sea el presidente de la República. Ya se sabe que en Italia este cargo lo ocupa ahora Giorgio Napolitano. Un antiguo militante comunista que, por cierto, parece la única persona capaz de aportar sentido común y cordura a la desquiciada situación por la que atraviesa aquel país.

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