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Caciquismo con mayúscula

Hay que mirar por el orensano José Luis Baltar y rogar a Dios que nos lo conserve con fuerzas para tocar el trombón, su habilidad artística, muchos años. Lo necesitamos como icono del cacique tradicional. No es el último cacique ruraloide que nos queda, ¡qué va!, ya nos gustaría, pero seguramente el más típico cacique con mayúscula de cuantos sobreviven a la modernidad y, por supuesto, a la infructuosa lucha contra la corrupción en la política que policías y jueces libran con escaso éxito. Baltar es sin duda un cacique de manual, un protagonista incombustible para una película de Coppola sobre los tejemanejes que, prescindiendo de cualquier escrúpulo pueden hacerse desde el poder en… beneficio propio, claro, a través de la clientela.

En su larga etapa de gran monarca de la Diputación de su provincia, antes de transferirle el trono y la corona a su hijo – ¿a quién si no? –, enchufó a cuantos militantes populares le pidieron empleo sin pasar por oposiciones, ni concursos ni zarandajas de esa índole; todos a dedo, sin pararse a analizar sus capacidades y, lo que aún es peor, sin necesidad de cubrir puestos de trabajo innecesarios. Si por él fuese, el paro no existiría ni organismo público alguno malgastaría un céntimo de su presupuesto en otra cosa que no fuese pagar sueldos a cambio de votos, que en su entorno es una ocupación bien remunerada. Hay, dicen por su pueblo, quien le echa de menos, cosa lógica, desde que desde Génova le ha ajustado las cuentas para que, como mal menor para él, ejerciese el derecho sucesorio.

La única esperanza que les queda a los aspirantes a beneficiarios de las prebendas de Baltar es que su hijo y heredero natural siga su ejemplo y no abandone a su suerte a los que siempre han sobrevivido bajo su sombra protectora. Mientras él, que ahora se dedica a la familia, lógico, y a sus coches viejos, una pasión como otra cualquiera aunque tirando a cara, espera sin alterarse que la Justicia, que por fin parece empezar a prestar atención a su caso, demuestre que no hizo nada malo. Y si lo hizo inconscientemente, porque de otra manera no lo concibe, sería un borrón en su hoja de servicios, algo que, llegado el caso, resolvería comprando en los chinos una goma de borrar. “Yo – manifiesta hinchando pecho – ya me inhabilité cuando me marché del cargo”.

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Caciquismo con mayúscula

Diego Carcedo

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