Hay muchos muertos vivos, que no trabajan ni toman cañas, pero consumen medicamentos que no paran. Eso al menos es lo que reflejan las facturas de las farmacias, que la tesorería de la Seguridad Social a duras penas consigue pagar. Realmente, decir que son muertos vivos, además de una contradicción gramatical es una mentira social que se presta a cierto humor macabro.
Los muertos, muertos y bien enterrados deben de estar. Los vivos y, además de vivos vivillos, son algunos de sus familiares o allegados que se venían aprovechando de sus cartillas sanitarias sin anular para trincar medicinas sin soltar la mosca, por la cara, sin preocuparse de que un día sus trapisondas saliesen a la luz pública.
Pero ese día ha empezado a llegar. La crisis económica está agudizando el sentido de supervivencia, individual y colectivo, y algunos funcionarios, por desgracia no todos todavía, han despabilado algo. Revisando con mayor atención el gasto farmacéutico, tradicionalmente desbordado mayormente por esa afición tan española de montarnos una botica en casa, los inspectores han descubierto — ¿dónde tendrían la cabeza antes de ver esfumarse su paga extra de Navidad? – la friolera de ciento cincuenta mil cuentas, más de la población total de muchas capitales de provincias, de medicamentos “consumidos” por personas… fallecidas.
Quizás es, cabría pensar, que la plácida vida en el cementerio y a pesar del deseo del descanso en paz de sus inquilinos, también produce muchos dolores de cabeza.






