Ante el XXV aniversario de “EL BOLETÍN”

Tribuna Especial 25 Aniversario

Ante el XXV aniversario de “EL BOLETÍN”

Esperanza Aguirre, portavoz del Partido Popular en el Ayuntamiento de Madrid

Que un medio de comunicación cumpla 25 años es siempre una buena noticia por la que hay que felicitar a los que lo hacen y por la que debemos felicitarnos todos los que creemos en la libertad.
Que un medio de comunicación cumpla 25 años es siempre una buena noticia por la que hay que felicitar a los que lo hacen y por la que debemos felicitarnos todos los que creemos en la libertad. Porque un medio de comunicación privado siempre es un elemento positivo para conocer mejor lo que pasa y lo que nos pasa y para formar libremente nuestro criterio.
 
Además, festejar ahora los 25 primeros años de “El Boletín”, hoy ElBoletin.com, nos sirve para reflexionar acerca de cómo han evolucionado los medios de transmisión de la información en estos cinco lustros. Porque esta publicación ha experimentado en sus propias carnes todos los cambios que esa evolución ha traído consigo.
 
Hace 25 años internet estaba dando sus primeros pasos, eran muy pocos los que manejaban el correo electrónico, e, incluso, los teléfonos móviles eran escasos y estaban sólo al alcance de personas con alto nivel económico. Toda la prensa era de papel y muy pocos vislumbraban que estábamos a punto de vivir una revolución en la transmisión de la información de una dimensión equiparable a la de Gutenberg en el siglo XV.
 
Hoy internet está en el centro de las vidas de la inmensa mayoría de la población, son raras las personas que no tienen correo electrónico y aún más raras las que no tienen teléfono móvil. No hay más que montar en un vagón del metro para comprobar cómo más de la mitad de los viajeros (sobre todo, los más jóvenes, pero no sólo ellos) trastea con sus dispositivos electrónicos. Y la prensa de papel que sobrevive ha tenido que acostumbrarse a distribuirse también a través de la red.
 
Hoy nadie puede prever cuál es el alcance de esta auténtica revolución que repercute en nuestras vidas privadas, en nuestras relaciones sociales, en la organización política de nuestra convivencia y, por supuesto, en nuestra forma de pensar y de conocer lo que nos rodea.
 
Cuando se ve cómo hasta los niños más pequeños manejan con soltura un smartphone, cómo son capaces de encontrar las aplicaciones que les gustan o de mandar mensajes, casi antes de saber leer y escribir, es imposible negar la trascendencia de los cambios que estamos viviendo.
 
Y una de las posibilidades de este mundo informatizado y conectado universalmente a la red, que a más de uno se le está ocurriendo, es la de utilizar esa conexión universal para el ejercicio de eso que llaman la democracia directa, y que se ha convertido en una de las armas estratégicas más valoradas y alabadas por todos los populistas del mundo y, en España, por los podemitas.
 
Si la democracia es el gobierno del pueblo y hemos conseguido una herramienta que nos permite preguntar al pueblo qué es lo que quiere en cada momento, ¿por qué no les preguntamos constantemente a los ciudadanos qué es lo que quieren, de manera que los gobernantes puedan satisfacer esos deseos de forma casi instantánea?, ¿por qué no nos podríamos aprovechar de que todos los ciudadanos estamos ya conectados para convocar plebiscitos casi cotidianos?
 
¿Habrá algo más democrático que someter a consulta popular y universal las cuestiones que a todos atañen: los deberes de los escolares, la gratuidad de la luz, el agua o la electricidad para los hogares, la cuantía de los impuestos o la organización de los ejércitos?
 
Ante este razonamiento, aparentemente impecable y de innegable atractivo para cualquier hábil demagogo, me acuerdo de los versos de Antonio Machado: “en mi soledad / he visto cosas muy claras / que no son verdad”.
 
Porque no es verdad que la democracia pueda definirse, en primer lugar, como el gobierno de la mayoría, y es que la esencia primigenia de la democracia no tiene que ver con el ejercicio del poder sino con los límites que hay que ponerle a ese poder, que sí se ejerce en nombre de la mayoría del pueblo, pero que tiene que respetar escrupulosamente a las minorías y que tiene que aceptar una serie de frenos, limitaciones y contrapesos.
 
No me cabe la menor duda de que, si, en esa red universal a la que nos acercamos, se hiciera un plebiscito sobre las preguntas que he planteado más arriba, las respuestas serían: que no hay que hacer deberes escolares, que la luz, el agua y el gas deben ser gratis para todos, que los impuestos los deben pagar sólo los ricos (y nadie, o casi, se consideraría rico), y que cuanto menos ejército, mejor. Como también estoy segura de que, si en una ciudad donde un desalmado viola y mata a una niña se somete a votación la pena de muerte, saldría por mayoría aplastante.
 
No, para tomar decisiones que afectan a toda la sociedad no sirve la red, ni la democracia asamblearia. La red está ahí y está llena de posibilidades, pero la pretensión de ser utilizada como vehículo para implantar esa mal llamada democracia directa, participativa o asamblearia es una maniobra táctica de los totalitarios, que quieren ampararse en las connotaciones positivas de la expresión “democracia directa” para alcanzar el poder, y, como han hecho antes todos los populistas que en la Historia han sido, una vez alcanzado, idear todas las trampas inimaginables para no abandonarlo nunca.
 
¡Enhorabuena a “El Boletín” por estos 25 años y muchos ánimos para seguir!
 

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