Me atrevería a afirmarlo. Lo que no ha hecho ningún niño cubano lo acaba de hacer Bao Chau: todos sus muñecos excepto el preferido del que no se desprende ni un solo instante, están ahora mismo en camino de la región oriental de la isla donde personitas como ella no la están pasando del todo bien por obra y desgracia de esa tragedia huracanada llamada Melissa, con heridas que tardarán años en cicatrizar.
Y, aunque parezca raro decirlo, sólo un infante es capaz de valorar un juguete en toda su magnitud sentimental, fantasiosa y práctica.
Muy rápido aprendió el español. Tan veloz o más que sus padres, contratados para trabajar en Cuba por una empresa privada de Ciudad Ho Chi Minh. Una auténtica delicia escucharla cómo lee en inglés el cuento y lo traduce de manera simultánea al castellano. Flor silvestre que se encontrase a su paso era regalada al acompañante. En atrevida aproximación a la poesía, una flor obsequiando otra.
Impresiona y pone a pensar esa foto que muestra su madre del profesor que ella tenía en Vietnam, un auténtico gigante de más de seis pies de altura, de fuerte complexión que, de marine en Saigón, optó por quedarse y enseñar la lengua que en su momento atacó sin piedad a ese pueblo. Las volteretas que da la vida.
No hay vecino ya mayor de edad en la zona donde vive en La Habana que haya recibido el cariño y apoyo de la niña. Pero, además, alimentos para esa edad tan necesarios en la recta final de la vida. De mi mano, a visitar a Cirilo, un abuelo negro, para llevarle leche en polvo y alguna que otra golosina o dulce casero vietnamita.
Y esto de Bao Chau, al margen de la educación recibida por sus jóvenes padres, es representativo del carácter y bondad de un pueblo como Vietnam. No pocas veces me he preguntado cómo en jaula torácica tan pequeña anida un corazón tan inmenso.
