Las nuevas casas-museo

Cuba

Las nuevas casas-museo

Entre el éxodo y el recuerdo, los hogares cubanos se convierten en vitrinas de memoria y resistencia cotidiana.

Antigüedades en una casa cubana
Antigüedades en una casa cubana
No me  lo contaron. Lo viví en persona cuando allá por los años 60s del siglo pasado quien abandonara definitivamente Cuba su vivienda era sometida a un minucioso inventario -y no exagero- donde no podía faltar ni una cucharita de postre. De lo contrario, cancelado el viaje.. A mi casa llegó en oscura noche un televisor blanco y negro marca Admiral, de 17 pulgadas, de mi tío Evelio, que tuvo la suerte de ser avisado con anticipación por un amigo, que su morada en Santa Clara sería sometida a inventario hasta en los útiles de limpieza con dos cubos, un trapeador, un recogedor y tres frazadas de piso. Pero los tiempos son otros, completamente diferentes. Un buen amigo, ya mayor y humorista nato, a cada rato lo explica con fina ironía ante cualquier inesperado suceso: “Coño, mi hermano, la revolución ha cambiado muchas cosas…”. Quien opte por abandonar la isla en busca de mejores sueños y no pesadillas cotidianas, puede vender el inmueble. Ahí están los casos bien conocidos de los que lo ofertan con todo dentro, hasta con una moto eléctrica en el garaje más la comadrita de la bisabuela en esmerado trabajo en cedro. Sin embargo, hay piezas u objetos que por su valor sentimental logran sobreponerse a cualquier precio o necesidad de recaudar fondos para el viaje. Es aquí donde entra en acción la gestión de amigos y familiares que, como custodios de museo, se encargarán de tener a buen recaudo lo recibido en calidad de permanente custodia. Así tenemos la Underwood del abuelo, un proyector de 8 mm marca Bell & Howell, un radio Philips de los 40s marca 493 AN o un machete o sable Collins con un águila en su empuñadura de los que empleaba la conocida y temida Guardia Rural en épocas de Fulgencio Batista. Además de restos de vajillas, ropas y otras menudencias imposibles de trasladar en una maleta de 23 kg, encontraremos rarezas como la última edición del Directorio Social de la Habana 1960, un estuche metálico de las pastillas españolas  del sello Yer con su precio de 4 pesetas y la advertencia de curar cualquier dolor incluso “los especiales de la mujer”. Y nadie debe sorprenderse si hasta una dentadura postiza con tres dientes de oro que nadie ha osado tocar por respeto al difunto. Vamos, como para abrir un museo y que la gente tenga en sus manos el hilo dental  Waxon con sus intactas 150 yardas y una inscripción ya obviada en la mercadotecnia gringa: “Made in United States of America”. En fin, que aquellos que no deben proteger la casa del ausente porque no deseó o pudo vender, exhiben en sus salas muestras para un buen rato de explicación y dejar a un lado el monotema de la “cosa” o actual situación crítica que vivimos en Cuba.

No me  lo contaron. Lo viví en persona cuando allá por los años 60s del siglo pasado quien abandonara definitivamente Cuba su vivienda era sometida a un minucioso inventario -y no exagero- donde no podía faltar ni una cucharita de postre. De lo contrario, cancelado el viaje.

A mi casa llegó en oscura noche un televisor blanco y negro marca Admiral, de 17 pulgadas, de mi tío Evelio, que tuvo la suerte de ser avisado con anticipación por un amigo, que su morada en Santa Clara sería sometida a inventario hasta en los útiles de limpieza con dos cubos, un trapeador, un recogedor y tres frazadas de piso.

Pero los tiempos son otros, completamente diferentes. Un buen amigo, ya mayor y humorista nato, a cada rato lo explica con fina ironía ante cualquier inesperado suceso: “Coño, mi hermano, la revolución ha cambiado muchas cosas…”.

Quien opte por abandonar la isla en busca de mejores sueños y no pesadillas cotidianas, puede vender el inmueble. Ahí están los casos bien conocidos de los que lo ofertan con todo dentro, hasta con una moto eléctrica en el garaje más la comadrita de la bisabuela en esmerado trabajo en cedro.

Sin embargo, hay piezas u objetos que por su valor sentimental logran sobreponerse a cualquier precio o necesidad de recaudar fondos para el viaje. Es aquí donde entra en acción la gestión de amigos y familiares que, como custodios de museo, se encargarán de tener a buen recaudo lo recibido en calidad de permanente custodia.

Así tenemos la Underwood del abuelo, un proyector de 8 mm marca Bell & Howell, un radio Philips de los 40s marca 493 AN o un machete o sable Collins con un águila en su empuñadura de los que empleaba la conocida y temida Guardia Rural en épocas de Fulgencio Batista.

Además de restos de vajillas, ropas y otras menudencias imposibles de trasladar en una maleta de 23 kg, encontraremos rarezas como la última edición del Directorio Social de la Habana 1960, un estuche metálico de las pastillas españolas  del sello Yer con su precio de 4 pesetas y la advertencia de curar cualquier dolor incluso “los especiales de la mujer”.

Y nadie debe sorprenderse si hasta una dentadura postiza con tres dientes de oro que nadie ha osado tocar por respeto al difunto.

Vamos, como para abrir un museo y que la gente tenga en sus manos el hilo dental  Waxon con sus intactas 150 yardas y una inscripción ya obviada en la mercadotecnia gringa: “Made in United States of America”.

En fin, que aquellos que no deben proteger la casa del ausente porque no deseó o pudo vender, exhiben en sus salas muestras para un buen rato de explicación y dejar a un lado el monotema de la “cosa” o actual situación crítica que vivimos en Cuba.

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