La justicia española vuelve a regalarnos uno de esos espectáculos que hacen las delicias del público: un fiscal general explicando su propio laberinto judicial mientras insiste en que aquí la separación de poderes está tan fuerte y saludable como un roble del Pirineo… aunque al roble le falten ya dos ramas, media corteza y el suelo esté un poco inestable.
El caso García Ortiz, convertido en tertulia judicial permanente, parece demostrar que en España no se politiza nada: simplemente se intercambian opiniones con mucha intensidad institucional.
Mientras tanto, los jueces y fiscales continúan ese ballet coreografiado en el que cada salto, giro y pirueta coincide sospechosamente con el calendario electoral. Dicen que no hay presiones, que todo son imaginaciones nuestras, que quizá hemos visto demasiadas series de abogados.
Y es verdad: ninguna ficción está a la altura de lo que aquí se monta cuando hay un sillón en juego, un informe cruzado o un correo que aparece antes de tiempo.
Así que el proceso judicial sigue su curso, solemne y majestuoso, como un desfile de carnaval en el que cada cual lleva su máscara favorita. Y mientras unos miran para otro lado, otros declaran que todo estaba inventado y la propia Justicia —esa señora ya resignada— solo atina a encogerse de hombros y admitir que, para lo que hemos quedado.
Mejor tomárselo con humor, porque si no, igual habría que tomárselo en serio. Y tampoco estamos para sustos.







