Según los últimos datos del Banco de España, alrededor del 15% de la productividad laboral en el sector tecnológico podría atribuirse a la adopción de sistemas de IA en los próximos cinco años.
Al mismo tiempo, el Instituto Nacional de Estadística (INE) advierte que uno de cada diez profesionales del sector servicios teme que su trabajo “podría ser reemplazado” en parte por algoritmos o sistemas automáticos.
El impacto de la automatización ya se percibe más allá de las fábricas: la IA redefine empleos y tareas en sectores tradicionalmente humanos, desde la atención al cliente hasta la abogacía o la docencia.
Lo que estos números nos cuentan
La IA se está tomando en serio lo que antes se decía en voz baja: “vamos a automatizar esto”. Y no solo afecta a fábricas y robots: alcanza la atención al cliente, el análisis de datos, la logística e incluso algunas profesiones liberales.
El impacto, sin embargo, no es homogéneo. La productividad puede crecer, la economía “ganar” y los titulares celebrar que “España crece gracias a la innovación”, pero eso no garantiza que todos los trabajadores salgan beneficiados.
El auge de la automatización abre una brecha entre quienes se benefician de la digitalización y quienes temen perder su empleo
Si uno de cada diez siente que su empleo peligra, la ansiedad laboral no es abstracta: es real.
El progreso tecnológico debe servir para liberar al ser humano, no para reemplazarlo. Aplaudir que España entre con vigor en la carrera de la IA no debe impedir mirar su reverso: el riesgo de que el “trabajo digno” empiece a desaparecer o a volverse inalcanzable.
Defendemos la digitalización, pero sin un proyecto social paralelo, el trabajador medio —el conductor, el administrativo, el operario o el formador— puede quedar fuera del mapa.
La innovación sin acompañamiento social amenaza con dejar atrás a amplias capas de trabajadores tradicionales —
La promesa de un mundo mejor se resiente cuando la innovación avanza más rápido que la reforma social.

Qué debe pedirse, sin excusas
Que el Gobierno y los agentes sociales —empresas, sindicatos y universidades— impulsen formación real y accesible, no cursos genéricos de “IA para todos”, sino itinerarios que preparen para transiciones laborales concretas.
Que la subida de productividad no se traduzca solo en dividendos o beneficios, sino también en reducción de jornada, reparto de trabajo y mayor seguridad laboral.
La regulación y la formación son claves para que la Inteligencia Artificial no agrande la desigualdad laboral
Y que la regulación de la IA tenga rostro humano: derechos digitales, transparencia en algoritmos y protección frente a la deslocalización invisible de tareas hacia “máquinas opacas”.
La IA no es una amenaza inevitable ni una varita mágica: es una herramienta. Todo dependerá de cómo decidamos orientarla.
En un momento en que la productividad y la precariedad se cruzan en la misma estadística, la lección es clara: no basta con que la economía avance si las personas se quedan atrás. Que la modernización sea emancipación, no exclusión.










