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A miles de kilómetros de ese sitio, en la ciudad de Ottawa, Canadá, en otra zona de similares características urbanísticas, bajo un roble en el jardín de la vivienda, el dueño ha colocado la advertencia de que cualquier mascota paseante no puede defecar allí.
No hay otra razón en ambos casos que, como apuntaba por lo claro el cubano e indicaba con delicadeza tradicional el canadiense, respetar la propiedad privada, par de palabras a los que no pocos en Cuba le tienen un terror que raya en el pánico desde las alturas gubernamentales.
Es que, desde pequeños, y ya vamos subiendo la cuesta de los setentas, se nos está repitiendo como en una catequesis de obligatoria asistencia que lo privado es malo, causa de desigualdades, cosa del capitalismo brutal, estampa de la individualidad y el egoísmo malsano sin reparar lo que sentenciaron en tiempo los clásicos de marxismo en cuanto apostaron sólo a la propiedad social sobre los principales medios de producción.
Y ese sentido de pertenencia, de que es mío y puedo hacer lo que me venga en ganas siempre y cuando no perjudique u ofenda a los demás y cumpla con requerimientos razonable está causando problemas en el incipiente sector en la isla.
Un sí, pero no un tanto difícil de explicar.
Que el dueño del perrito no le permita al animalito defecar en puerta de casa ajena y que el otro obstaculice la salida de un vehículo porque ha ido a visitar una novia, son puntos de partida de que lo privado no puede resultar tan dañino.
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