Policía de Inglaterra
Faltan palabras en el diccionario para escribir sobre el atentado de Manchester. Cuanto se puede decir todavía bajo la emoción que producen aquellas imágenes suena a tópico y acaba convirtiendo los análisis de lo ocurrido en reiterados lugares comunes de condena y solidaridad con las víctimas. Unas condenas que se quedan cortas además de caer en el vacío de la conciencia de quienes perpetraron y se preparan para perpetrar semejantes barbaridades. Contra el terrorismo yihadista todo lo que se puede decir se queda corto y propicia la depresión de quienes sentimos su amenaza.
Tras las condenas de rigor, tras el estremecimiento que causa la noticia de cada atentado, lo mismo da que sea en Londres, París o como fue primero en Madrid y Nueva York, salta al aire la incontestable pregunta: ¿Qué se puede hacer para acabar con esta lacra que nos mantiene en vilo, mirando a los lados y desconfiando de quienes nos rodean? Las respuestas también rayan el tópico: aumentar la seguridad; no hay otra cosa. Lo que ocurre es que es lo que se está haciendo en todos los países occidentales, pero la experiencia replica enseguida que no es suficiente.
Las medidas de seguridad intentan cumplir su objetivo de velar por los demás en cuanto está en sus manos, que no es todo. Hay quien piensa que acabar con el reducto territorial del Daesh, el llamado Estado Islámico, sería suficiente. Pero la realidad demuestra que no: su liquidación restará sin duda a los terroristas un importante campo de maniobra e impunidad. Pero la amenaza rebasa sus fronteras para volverse planetaria. Los descerebrados capaces de realizar tan inconcebibles fechorías son muchos y se hallan muy dispersos.
Cuanto se ha aprendido en estos años de experiencia en la lucha contra su amenaza refleja que la mayor parte de los yihadistas, asesinos potenciales, son capaces de ocultarse en la normalidad cotidiana, convivir sin problemas con los demás, y sin embargo tramar y ejecutar las mayores atrocidades cuando menos se sospecha. Para poderles combatir es necesario conocerles, descubrir su compleja psicología, analizar las derivas siniestras de sus cerebros y encontrar explicación para su falta absoluta de consideraciones hacia la vida de los demás.
Y no parece fácil conseguirlo. Entre los miles de millones que integramos la población mundial sólo deben ser unos miles, quizás decenas de miles. Muy pocos porcentualmente pero suficientes para que su mística, entremezclada con sus odios, les haga sentirse realizados segando vidas ajenas, niños inocentes incluidos, derramando sangre, sembrando dolor y pavor, valiéndose para ello de cualquier manera de matar sin importarles — y eso es lo más grave a la hora de impedírselo –, que su propia vida se quede entre las de las demás víctimas.
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