Esperaba a Padura en un coche blindado y llegó en un almendrón con un veterano desquiciado
Desde el Malecón

Esperaba a Padura en un coche blindado y llegó en un almendrón con un veterano desquiciado

Una lectura amarga sobre las cicatrices de la guerra y la memoria cubana.

Miembros de ejército cubano
Miembros del ejército cubano en la guerra de Angola

En «Morir en las arenas», Leonardo Padura revive las huellas de Angola y la desolación de una generación marcada por la pólvora, la locura y los recuerdos que todavía pesan en la Cuba de hoy.

Mi santa madre, que conocía de memoria todo el refranero español por haber estudiado en un colegio de monjas a la par de tener un padre asturiano, y dos tías monjas de clausura, en un ambiente muy familiar solía decir a cada rato y sin alzar mucho la voz que fulano “se cogió el culo con la puerta”.

Resulta que es lo que me ha sucedido con “Morir en las arenas”, última novela de Leonardo Padura, que gracias a esa versión en PDF ya no pocos deben haber dado cuenta de ella en Cuba.

Pensaba y deseaba encontrar mayores referencias a la estancia de Rodolfo en tierras angolanas y conocer un poco más del desequilibrio mental que sufrió en la misión. Muy bien narrado, sin embargo, el pasaje de guerra y otros pormenores como ese de la participación china en el conflicto, asunto vedado cuando se escribe sobre Angola. Recuerdo que en el barco nos entregaron unos folletos donde se veían chinos asesorando al Frente Nacional de Liberación de Angola (FNLA), dirigido por Holden Roberto. Malabares de la política.

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Los primeros muertos de mi regimiento fueron por una emboscada del FLNA en Ambriz. Desde entonces conservo un sabor amargo de ese día. No les bastó acribillarlos a balazos ya fallecidos, sino el ensañamiento con machetes imposibles de cuantificar por un médico forense.

Locos, desequilibrados, traumatizados, enfermos de los nervios, como quieran nombrarlos,  fueron (fuimos) muchos los que regresamos con los cabales en desorden, incluyendo a quien suscribe que al intentar volver al primer año de la carrera de Periodismo, el decano doctor Ochoa exigió un examen de ingreso.

-No estoy para exámenes, doctor, demasiada peste a pólvora llevo conmigo. Si no me incluye en el listado le prometo que buscaré par de compañeros y lo amarraremos junto al alma mater y los volamos en pedazos a los dos.

Par de días después, encabezaba el listado para reiniciar el año.

En la zona conocida por Rosa Linda, en Luanda, estaba el “loquero” de la Misión Militar. Varias veces tuve que visitarlo no como paciente. Había de todo allí y los especialistas militares debían determinar quién en realidad estaba afectado y quién fingía de “loco”.

Allí permanecía recluido un compañero nuestro que una vez sofocada la intentona golpista contra el presidente Neto en mayo de 1977, pidió autorización para visitar a su esposa, colaboradora civil alojada en el hotel Presidente.

Como el campamento radicaba a menos de 18 km de la capital, en Viana, nuestro jefe aceptó y dispuso que fuera con dos escoltas por si las moscas. Al llegar al hotel le refirió al carpetero el nombre de la mujer y este, casi sin levantar la cabeza de unos papeles, le aclaró:

-Ahora mismo subió con su esposo en el ascensor.

Lo suficiente para que los cuernos “internacionalistas” lo enviaran a Rosa Linda. Los escoltas se fueron de lengua y los chistecitos de mal gusto provocaron que más de una  noche tomara el fusil del armero y amenazara con una matanza al no poder determinar de dónde salía una voz aflautada que preguntaba por el hotel.

Un “loquero” de colección. Desde uno que aseguraba estar sordo y ante un disparo del psiquiatra lo puso a volar bajito; hasta otro, comunicador, que quedó solo en una emboscada, vio cómo masacraban a sus compañeros y con ambas manos en las orejas imitaba los audífonos del R-109 pidiendo ayuda.

Angola no deja de ser un amargo recuerdo, una pesadilla para los que tuvieron que jugarse la vida con un Kalashnikov en sus manos. Lo saben Padura, Rodolfo, Benigno mi compañero chofer de la ruta 4 de Mantilla, excelente narrador de películas porque hasta las sonorizaba mejor que el maestro Armando Calderón y para no perder la costumbre de cómo conducía la 4, manejaba de lado el camión Zil-130 además de otros tantos más diseminados por toda la isla.

Morir en las arenas es una auténtica estampa de la Cuba de hoy.

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