El nuevo orden mundial se cocina como un banquete privado. Putin señala territorios como quien elige plato principal, Xi observa sin mancharse las manos —el poder real no necesita gestos— y Trump ya ni habla: su presencia es puro decorado, una copa en la mano y la certeza de que el desorden también cotiza. El mapa no es una advertencia, es un mantel lavable.
Detrás, Europa aparece reducida a figurante educado. Macron comenta el tiempo, Merz asiente, y ambos hacen lo que mejor se le da al continente últimamente: interpretar el desastre como si fuera meteorología. No llueven bombas ni sanciones, llueve poder ajeno, y conviene llevar paraguas retórico mientras otros reparten.
Bajo la mesa, invisibles pero constantes, están los países pequeños, las regiones de paso, los daños asumidos como inevitables. Son las migas del festín, el precio que nadie discute porque no está invitado. La conversación entre grandes potencias nunca habla de ellos, pero siempre acaba cayéndoles encima.







