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Desastre tecnológico

Harto de ver en la pantalla de mi nuevo iPhone mensajes alertándome de que la memoria estaba repleta, y después de pasarme horas borrando mensajes, videos, fotos y aplicaciones varias sin éxito acudí al servicio técnico correspondiente donde un amable y aparentemente competente experto realizó diversos cambios con los que, según él, el problema había quedado resuelto. Algo me explicó mostrándome las tripas del aparato que había hecho una copia en Google de la agenda antes de copiarla de nuevo en el teléfono, pero ni le entendí su explicación ni en ese momento puse el menor empeño en conseguirlo.

Cuando llegué al despacho me encontré que todos los números que guardaba, cerca de 200, habían desaparecido como por ensalmo. Antes de acojonarme intuyendo lo que sería quedarse sin agenda, volví corriendo al servicio técnico de la marca, el experto que me había hecho los cambios me atendió con la misma actitud solícita que había demostrado un par de horas antes, pero… sin éxito: después de maniobrar con el teclado, de revisar por delante y por detrás la tarjeta, de probar con otro aparato, el problema se resolvió con un apenado “lo siento”.

El hombre, apesadumbrado, se deshizo en disculpas y reiteraciones de que no sabía ni se imaginaba qué podía haber ocurrido. Según él me lo había entregado con la memoria operativa pero al parecer en un parpadeo inexplicable se había esfumado. Cuando harto de manosear el aparato me lo devolvió, hundido el hombre en la miseria profesional, yo empecé a darme cuenta del problema que se me acababa de venir encima. Mi fama de memorión que años atrás almacenaba en mi cabeza decenas de números, pines, contraseñas y la madre que parió a tantos incordios, se había convertido en amnesia por falta de uso.

En el aturdimiento ni siquiera conseguía recordar el número de casa. Una vieja agenda escrita que mantuve durante años y busque con ansiedad había desaparecido entre el marasmo de papeles que se acumulan a mi alrededor y, en medio de la consternación, sintiéndome tan aislado de la sociedad como si acabase de aterrizar en un atolón del Pacífico, a duras penas vencí las ganas de llorar, maldije a quienes nos han proporcionado inventos capaces de proporcionarnos semejantes trastornos y disgustos hasta que en un alarde de valentía ante la adversidad, puse manos a la obra imposible de restaurar la lista.

Busqué números en los whatsapp, que se conservaban, pocos porque es una forma de comunicarme que me repatea, en los correos electrónicos y cada llamada que recibo de alguien conocido me apresuro a guardar de nuevo su número y a pedirle por favor que me facilite otros que pudiéramos haber compartido. (Si algún lector piadoso puede echarme una mano se lo agradeceré eternamente). Estoy quedando en deuda con personas a las que tendría que haber llamado para felicitarlas, darles el pésame por un fallecimiento familiar, o para responder a cuestiones que teníamos pendientes. Me paso el día contando lo ocurrido con el doble fin de que me disculpen, que me ayuden en tan dura experiencia y que… no se fíen de las nuevas tecnologías. Tampoco son perfectas y, cuando menos se espera, son capaces de jugarnos una mala pasada.

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Desastre tecnológico

Diego Carcedo

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