Narra los avatares de sus ancianos padres que viven en una localidad de la provincia de Holguín (735 km al este de La Habana) y uno, que algo impresionado se quedó cuando de niño en clases escuchó cómo aquellos hombres primitivos luchaban a muerte por mantener el fuego, no puede menos que rememorar lo valioso que representa tenerlo en una cueva o en casa.
Ya de adolescente llegó aquel libro que competía con Las aventuras de Tom Sawyer, Moby Dyck o cualesquiera salidos del ingenio futurista de Julio Verne: De cómo el hombre se hizo gigante.
Traído por pelos y brazos a la actualidad cubana, no habría que imitarlo, sino más bien aclarar que no se trata de gigantismo, sino de mera sobrevivencia.
Negar que la estamos pasando extremadamente mal es lo más parecido a tapar el sol con el dedo gordo. Los constantes cortes de electricidad, aparejado a que hace años se renunció a otras formas alternativas de cocción para asumir la eléctrica, han disparado el coste del carbón vegetal y no todos pueden acceder a él. Leña, la opción más recurrente.
Un proceso inflacionario tan galopante e indetenible que está punto de clasificar como caótico.
Es que hasta por falta de gas licuado quienes dominan a la perfección habilitar un encendedor, mechero o fosforera imposible de rehabilitar en el resto del mundo y no en Cuba, según el fabricante, cobran hasta 200 pesos por hacerlo.
De modo y manera, que ha conservar el fuego, proteger las brasas, no dejarlas apagar y si algún vecino te pide de favor le alcances una para encender el fogón, cedérsela con el mayor deseo solidario del mundo previo a una casi innecesaria advertencia:
-Un tizón salvador. Cuidado, que está que arde…