Las comisiones de investigación son el parque temático del parlamentarismo español. Se venden como templos de la verdad, pero funcionan más como un reality show sin eliminación: todos ganan tiempo, nadie pierde credibilidad.
Los diputados se transforman en fiscales improvisados que interrogan con papeles subrayados de antemano, mientras los comparecientes —expertos en el arte del olvido selectivo— se refugian en frases como “no me consta” o “no recuerdo”.
Las comisiones no buscan la verdad, la interpretan según el color del partido
Los periodistas, por su parte, retransmiten el espectáculo con la misma solemnidad con la que se comenta una gala de Eurovisión: cada intervención puntuada, cada tartamudeo analizado como si escondiera una trama de Estado.
Y la opinión pública, harta pero fascinada, asiste al espectáculo con el mismo interés que un fan de telenovelas viendo cómo los personajes repiten guion.
Al final, las conclusiones de una comisión son como las de un horóscopo: todo el mundo las interpreta a su gusto. Sirven, sobre todo, para que los partidos se den golpes de pecho morales y los votantes sientan que, al menos, alguien hace algo.
En realidad, las comisiones de investigación no investigan: ensayan la democracia como quien ensaya un circo que nunca se desmonta.









