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Treinta días de soledad

Las mascotas de Aurelio

Las mascotas de Aurelio

Ya después, en medio de una intimidad casi de confesionario, no pocos le han preguntado mientras que otros, en desordenado y picante relajo con palabrotas incluidas, han hecho lo mismo.

Lo cierto es que, a falta de un familiar cercano o lejano en la geografía insular, nadie podrá estar presente ante un imprevisto de quien suscribe, con amplio listado de padecimientos. Entre ellos, uno “cosmonáutico” llamado “síndrome de dispersión espacial”. Fijamos una hora para vernos en el Submarino Amarillo con los Kents y aparezco puntual a casi mil kilómetros en Santiago de Cuba, en la Casa de la Trova.

Como aliados del aceptado cautiverio, una cotorra parlanchina que la pobre celebra constantemente “qué rico café” y un joven perro con triste mirada y pasión por el callejeo para amoríos de ocasión.

Y miren ustedes cuánto de bueno, regular o malo se ha escrito sobre la soledad desde conocidos intelectuales, escritores, psicólogos hasta borrachos de esquina. Sin reunir ninguno de esos atributos, sostengo que ni los animales son propensos a ella, que por lo general andan en manadas, con jefe guía.

Solo, con mi repaso de vida, resabios y recuerdos a todo galope allá arriba donde reina el incurable síndrome de dispersión espacial, a la espera de su retorno no sea cosa que le haya transmitido en beso mañanero el padecimiento certificado por una psiconeuróloga de competencia. “Mañana salgo para Cuba” y se presente en el bar de Servilio, allá por Avilés, Asturias, España, viendo cómo desde lo alto cae en vaso de boca ancha una espumosa sidra…

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