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Muerte de un periodista

¿Puede ser tu amigo tu director? ¿Puede ser tu amigo tu compañero? ¿Puede ser tu compañero tu maestro? ¿Puede ser tu maestro el padre que nunca tuviste? Sí… todo eso fue Manu Leguineche para mí. ¿Puede ser tu amigo tu director? ¿Puede ser tu amigo tu compañero? ¿Puede ser tu compañero tu maestro? ¿Puede ser tu maestro el padre que nunca tuviste? Sí… todo eso fue Manu Leguineche para mí.

Empecé a trabajar con él en 1972 cuando dirigía Colpisa, una pequeña agencia para periódicos de provincias. Yo apenas tenía veinte años y estaba en primero de Periodismo. Me dio una oportunidad y empecé como chico para todo. Yo no tenía nada, excepto unas enormes ganas de aprender a ser periodista. Él me enseñó a ser reportero, a salir a la calle a buscar la noticia, a preparar las ruedas de prensa, a transmitir la información con rapidez y, sobre todo, a ser humilde: “Los periodistas no sabemos de nada, pero sabemos quién lo sabe y sabemos preguntar y contarlo para que nos entienda todo el mundo”.

Manu probablemente haya sido el periodista más brillante de su generación. Un corresponsal de guerra excepcional. Un gran escritor. Pero lo que mejor sabía hacer era crear equipos. “Con cuatro manzanas somos capaces de hacer un banquete medieval”. Así creó una pequeña familia en torno a la agencia donde todos trabajábamos con un objetivo común.

Éramos algo más que compañeros. Vivíamos el periodismo más que como una profesión como una vocación. Teníamos el instrumento para informar a la gente y que cada uno pudiera formar sus propias opiniones. Creíamos que la libertad de expresión era lo más importante, junto a la libertad de voto, para nuestra sociedad.

Aún me emociona cuando le puse sobre la mesa la crónica de la matanza de los abogados laboralistas de Atocha: “¡Manu, te lo juro, han sido los del sindicato vertical!”; el asesinato de Carrero Blanco: “aunque no lo creas, ha volado por los aires” o la quiebra de Rumasa: “Boyer amenaza a Ruiz Mateos con enviarle a los inspectores del Banco de España”.

“Los scoop son la sal de nuestra profesión”, me repetía una y otra vez. Me mandó a cubrir el golpe de Estado del 23-F, el triunfo electoral de Felipe González, la masacre de los huelguistas de Vitoria, el incendio del Corona de Aragón… Iba, buscaba la noticia y la reportaba, al otro lado del hilo telefónico estaba Manu sentado ante el teletipo. ¡Un director que hacía de teletipista! Le contaba atropelladamente lo que estaba viendo y él picaba la cinta para no perder ni un segundo y convertirnos en los primeros en dar la información. Vivíamos el periodismo de calle contando historias y haciendo reportajes a cuatro manos.

Cuando había una guerra, era él quien cogía el petate y se iba de enviado especial. Entonces éramos nosotros quienes tomábamos nota de lo que nos contaba y le escribíamos la crónica. No había hora ni de la noche ni del día para descansar; teníamos plena dedicación por el mero gusto de trabajar: “Espero que quienes nos pagan el jornal nunca sepan que esto nos gusta tanto que lo haríamos gratis”. Al regreso de sus viajes nos reuníamos en su casa de Islas Filipinas hasta altas horas de la madrugada escuchando las historias que había vivido. Sobre las cinco de la mañana abría una lata de fabada litoral y unas botellas de vino y volvíamos a cenar.

Ese era Manu. Nuestro Hemingway particular. La pasión por la información, las partidas de mus, la caza en la sierra de Madrid, las historias con Miguel Delibes, las peleas por el Atlético de Bilbao, las crónicas de guerra, los libros, las historias y ahora está muerto. Pero el periodismo, mientras haya pasión por buscar la verdad y contar historias, sigue vivo.

Mariano Guindal, acreditado y veterano periodista que comenzó a trabajar a los 20 años bajo la tutela de Manu Leguineche y permaneció a su vera por cuatro lustros.

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Mariano Guindal

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