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Una muerte celebrada

No está bien alegrarse de lo malo que le pueda ocurrir al prójimo y menos de la muerte de un ser humano, por mucho que lo haya disimulado a lo largo de sus años de existencia. Nos lo enseñaron de pequeños a todos y más o menos todos procuramos cumplirlo de vez en cuando. De vez en cuando porque, una cosa son las buenas maneras y los buenos propósitos y otra bastante distinta la cruda realidad cotidiana que nos enfrenta un día tras otro eso que llaman la vida pura y dura.

La vida nos proporciona muchas cosas buenas y malas y entre las malas, excelentes enemigos que sin saber por qué hacen cuanto está en sus manos por jodérnosla. Fue el caso para muchos del general argentino Jorge Videla, de triste recuerdo, fallecido en prisión – porque justicia, lo que se dice justicia, a veces la hay – hace un par de semanas. Falleció en la cárcel y, cabría añadir enseguida, que si no en olor de multitud, si en cierto ambiente de satisfacción.

Videla fue un excelente seguidor, alumno predilecto diría yo de su doble colega – como general y como dictador – de El Pardo y un buen compinche de su coetáneo Pinochet, es decir, un mal hijo de … los adversarios de la libertad ajena y de servidores del gatillo como método para imponer sus ideas, creencias y los etcéteras que se quieran añadir. Siguiendo sus órdenes o sus inspiraciones, sus dóciles y también crueles esbirros, tan siniestros como él mismo, se llevaron por delante a muchos miles de compatriotas.

Eran personas decentes, los muertos, claro, pero como tuvieron la mala suerte de no compartir con Videla y sicarios sus opiniones, fueron torturadas, arrojadas al mar desde aviones militares o ejecutados sin compasión ni juicio previo en sórdidas mazmorras convertidas en centros ejecutivos de las escasas luces de la Dictadura. Por eso fueron muchos los que lejos de lamentar una muerte, la de Videla les provocó una sonrisa, quizás igual que las que le inspiraba a él la desaparición de tantos y tantas víctimas como su represión propició.

Claro que no fue igual, sus víctimas fueron liquidadas sin que ni siquiera quedase constancia en el Registro Civil. El en cambio falleció ya anciano, al parecer tras caerse en la bañera, pero después de beneficiarse del derecho a defenderse y seguramente, porque eso en las necrológicas no consta, después de cumplir con sus convicciones religiosas, es decir, de arrepentirse de sus pecados si es que alguna vez sintió semejante deseo. Con él la muerte fue triste también, pero más indulgente.

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Una muerte celebrada

Diego Carcedo

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