Carlos Fabra, principal promotor mundial de aeropuertos para peatones y ovejas, parece que está feliz; inmensamente feliz. Y no es para menos. “Ya era hora”, parece que exclamó el hombre, cobijado tras sus eternas gafas oscuras, cuando le comunicaron que por fin va a comparecer en juicio oral por alguna – de momento sólo alguna – de las presuntas corruptelas que la Fiscalía le viene atribuyendo desde hace diez años de manera progresiva.
Ahí es nada viendo cómo desfilan los jueces por delante de su puerta de Castellón en espera de uno que por fin tenga tiempo para decretar semejante momento. Una vez llegado, con fecha y hora, las razones para sentirse contento son lógicas. Está harto de esa “gentuza”, como amablemente él la define, que le acusa -a pesar de ser, si nos fiamos de sus palabras, la hermana de la caridad pública mayor de toda la cuenca mediterránea- como un recalcitrante delincuente de cuello duro. Sus obras completas al frente de la Diputación son incalculables en folios de sumario.
El aeropuerto, cuya empresa presidía hasta esta semana pasada, es inservible — ¡qué se le va hacer! — para el aterrizaje y despegue de aviones e innecesario teniendo tan cerca el de Valencia; simplemente una minucia que los periodistas ridiculizan pero los jubiletas de la comarca valoran como un lugar tranquilo para caminar por pistas bien asfaltadas en medio de un paisaje bucólico habitado por ovinos mansos que aprovechan el buen pasto que crece rodeado de asfalto y bombillas de colores.
Carlos Fabra Fabra es, después del orensano Baltar el último cacique preconstitucional que nos quedaba activo, el mayor empleador de “peperos” en paro y el rey nacional de procesos judiciales abiertos. “Ya era hora”, afirmó cuando supo que dentro de poco su protagonismo ante la Justicia va a colocarse al mismo nivel que el de su correligionario y tal vez amigo Luis Bárcenas. Al final, pienso que pensará, si tiene que ir a la cárcel por semejantes minucias como le atribuyen, cuanto antes se lo quite del medio, mejor.
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Fabra y la gentuza
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