Nadie ha sido, es decir, no fue culpa de nadie, todos los implicados de forma directa, indirecta o circunstancial lo hicieron bien, todos son inocentes… No ha habido comisión de investigación porque en este país todo está muy claro sin necesidad de que nadie lo compruebe. Los implicados más o menos en el descalabro de Bankia, que nos está costando tanto dinero y tanto sufrimiento a los españoles, desfilaron estos días por el Congreso de los Diputados con las cabezas muy altas para decir ante la representación máxima de los ciudadanos que ellos no tuvieron responsabilidad alguna en el desastre financiero.
Todos con cara de no haber roto un plato, de buenos chicos y temerosos de Dios – cosa esta última que en algunos casos al menos no dudo –, se escudaron en mil razones y argumentos dialécticos para demostrar lo único que quedó claro si hemos de dar credibilidad a sus palabras, y es que a ellos no se les puede culpabilizar de nada. Si acaso de haberse sacrificado hasta la extenuación por el bien ajeno, algo que casi me anima a solicitar para todos ellos, sin excepción, un reconocimiento público, tal vez una de esas medallas que el Gobierno reparte a menudo sin ton ni son.
El problema es que, después de escucharles y de ver cómo sus diputados afines asentían, sigue en pie la duda sobre quien debe cargar con el peso de tan grave responsabilidad. Porque, a pesar de lo que constará en el libro de sesiones de la Cámara, la realidad que reflejan las cifras y los balances de Bankia es que alguien, por acción u omisión, por incompetencia o exceso de listeza, vaya usted a saber, llevó a la entidad y de rebote a sus accionistas y clientes, y de rebote al cuadrado a todos los españoles, al desastre que ahora los mercados nos están cobrando a precio de oro. Y convendría aclararlo cuanto antes para que mientras los inocentes reciben su condecoración y aguardan el momento – que les deseo lejano – de ingresar en el cielo, los culpables vayan a la cárcel sin mayor demora.
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