Tatuado como un marinero que olvidó el nombre de su puerto, con gorra y entre multitud, Guti llegaba a Turquía como un salvador del fútbol. No ha ganado un mundial, al revés, ha perdido a Florentino y todo lo que antes era Concha Espina se le vuelve Ataturk en cualquiera de sus múltiples acepciones: avenida, plaza o calle.
Y él devuelve el gesto a la afición levantando los brazos y enfundándose una camiseta blanca y negra a partes iguales, quizá en el tono que le ha reservado el futuro. Llegado a su edad no todo es blanco.
Guti cuando aterrizó en Estambul parecía el protagonista de «Celda 211», y a tenor del público que le esperaba es mejor que no les saque de la duda, conviene que olvide su pasado pijo en Ibiza y su tendencia de metrosexual adicto a las colonias caras. De Guti esperan lo que se le pedía a los gladiadores tunecinos: que se dejaran las tibias en el combate porque si la victoria es suficiente no menos importante es el espectáculo.
Chulángano, señorito pera y dandy del área, ya veremos cuánto tiempo tarda en conseguir que su nombre sea coreado en los campos turcos, en esos donde al que pierde le «ingresan» en una prisión de medianoche. Por lo que parece es un público radical, justo el que a él le hacía falta para dar la talla. Florentino está intranquilo porque sabe que cualquier día Guti puede reaparecer por el Bernabéu pero en el fondo sur, con sus tatuajes de maquinista de carguero turco.
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Pongamos que es Guti
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