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Ser padres

La crisis demográfica europea no casa ni con obstáculos a la inmigración ni con políticas familiares tibias ni con conductas sexistas Uno de los datos frecuentemente ignorado de nuestra sociedad es el de ofrecer una tasa de natalidad entre las más bajas de toda Europa. No solo induce un mayor envejecimiento de la sociedad, también dificulta nuestra capacidad para generar mayor riqueza y sostener la arquitectura del estado del bienestar.

En el rutilante espejismo del ladrillo feliz, el dato apenas tuvo importancia por la afluencia masiva de inmigrantes quienes, además, aportaban una cultura de mayor fecundidad. El relato es bien conocido: la evolución de PIB, empleo, hipotecas, precios de la vivienda y población iba de la mano en este mundo idílico de fantasía. De vuelta a la dura realidad, hay que afrontar los desafíos pendientes. Y uno de ellos es la crisis demográfica que azota Europa, con una pirámide de población de perfil inestable y peligrosamente cercana a la obesidad mórbida. Nuestra sociedad fue líder de la expansión demográfica hasta 1980, pero hoy es una de las campeonas continentales del ahorro de bebés. Se estima que para que Europa mantenga su población estable en base al crecimiento demográfico, la tasa de fertilidad debería ser cercana a 2,1. España presenta un registro de apenas 1,3. Un valor muy alejado del considerado de reemplazo.

Vista la obcecada cerrazón para aceptar un aumento de los flujos migratorios, cabe optar pues por buscar vías alternativas. Por mucho que mejore nuestra esperanza de vida, el futuro será inexorablemente construido por las generaciones que han de llegar. De modo que hay que incidir en la fecundidad para atender el caso. Y aunque la libre elección de cualquier familia sobre el número de descendientes deseado depende de muchos factores, la distribución de la riqueza o la igualdad de oportunidades tienen su peso en una decisión que implica compromiso y confianza en el futuro.

Muchos gobiernos europeos desarrollan políticas de apoyo a las familias que directa o indirectamente premian o favorecen el aumento de la unidad familiar, mediante subvenciones directas, subsidios fiscales o una escolaridad pública, universal y gratuita. En ellas, España apenas gasta la mitad por habitante que nuestros socios europeos. Ése podría ser un primer paso si se pretende afrontar el reto. Pero seguramente no sería el más importante pues en la decisión de llevar nuevos hijos a mundo loco no sólo influye el coste de criarlos y mantenerlos.

Incluso en algunos de los países con políticas más generosas de apoyo a la natalidad, la fecundidad sigue sin ser capaz de remontar. Estudios recientes nos demuestran que en la sociedad del conocimiento todavía persiste una barrera cultural, muy resistente al paso del tiempo. Afirman que la natalidad no crece por el desacuerdo entre los miembros de la unidad familiar. Esta falta de consenso procede de la desigualdad percibida en la contribución de cada uno al cuidado de los hijos, con una implicación desproporcionadamente elevada por parte de la parte femenina. Las consecuencias del desacuerdo son todavía más importantes cuando se considera la opción de un tercer hijo.

La creciente incorporación y éxito profesional de la mujer en el mercado laboral no sólo ayuda a prosperar económicamente a toda la sociedad, también la convierte en más justa e integradora. Pone en evidencia además muchos estereotipos de género convencionales y, en el caso que nos ocupa, agrava los efectos nocivos de aquellos hombres que están convencidos de haber llegado al mundo para ser servidos por sus semejantes.

A la distribución poco equitativa de la renta, las incertidumbres económicas sobre el futuro y el escaso apoyo de las políticas públicas cabría añadir pues también obstáculos culturales al crecimiento de la natalidad en Europa. Para saber qué tal sale nuestra sociedad en el retrato tan sólo hace falta preguntarnos cada uno de nosotros como andan las cosas por casa.

*Josep Lladós, profesor de Economía de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC)

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