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Los conversos de la anticasta

Es admirable la rapidez con que la anticasta que clama por la revolución se va convirtiendo a los usos y maneras de la casta tradicional. Es admirable la rapidez con que la anticasta que clama por la revolución se va convirtiendo a los usos y maneras de la casta tradicional. Ni siquiera San Pablo fue tan rápido cayéndose del caballo como, es sólo un ejemplo entre muchos, la prepotencia con que Kichi – José María González –, el pintoresco alcalde de Cádiz despreció las críticas de un vecino alegando la supremacía que a él le confiere sobre los demás mortales ser universitario, tal como si los que no tienen un título no tuviesen derecho a expresarse y a votar.

Hay algo en lo que los miembros de la anticasta – particularmente los que pertenecen a Podemos y sus confluencias – se identifican con los miembros de la casta que tanto critican: ambos son resistentes a la buena costumbre política de dimitir a tiempo. Y no sólo lo está demostrando con firmeza Celia Mayer, concejal madrileña de Cultura, a quien no hay errores, ni meteduras de pata ni demostraciones de ignorancia que la apeen de tan sensible sillón.

A la señora Mayer ni sus criticadas genialidades montando una cabalga de Reyes para iconoclastas en lugar de organizarla para niños, ni sus oídos sordos a unos titiriteros que le advirtieron previamente que su espectáculo no era apto ni para pequeños ni para mayores con sensibilidad pacífica, ni su desconocimiento del pasado a la hora de ordenar quitar placas de injustas condenas históricas, la exigencia pública de que deje el puesto a alguien más competente le hace mella.

Igual que tampoco parece influirle a la ex juez y actualmente diputada canaria, Victoria Rosell, el escándalo que protagonizó en Gando, el aeropuerto de Las Palmas, cuando después de advertirles a los empleados de guardia que no sabían con quién estaban tratando, les conminó a gritos a que abrieron para ella la sala de autoridades a cuyo uso no tenía derecho. Gracias a que ya no es juez –me temo- porque su enfado muy bien habría mandado a algún trabajador a la cárcel.

Resistente como nadie se está reflejando también el alcalde de Zaragoza, Pedro Santisteve, quien alegando que tiene que estar presentable cuando sale a la calle – algo elogiable y recomendable a los demás, empezando por algunos allegados – le pasa al Ayuntamiento las facturas de la gomina que usa. Una cutrez insuficiente para retirarse por la puerta de atrás. Quizás no recuerda que hace poco su ex colega de León, Mario Amiliavia, cayó en la misma tentación. La diferencia es que el señor Amilivia, prototipo de la casta, dimitió enseguida; el señor Santisteve, qué va.

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Diego Carcedo

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