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El “mastericida”

Enrique Álvarez Conde ha convertido su cátedra en lac. Los escándalos que se vienen sucediendo sobre la proclividad y arbitrariedad con que expendía títulos empieza a ser antológica. Hay muchos indicios delictivos en su manejo del máster de Derecho Público que un tiempo atrás parece que despertó el interés de los políticos. El rigor académico y la seriedad administrativa con que lo manejó recuerda más que a unas aulas a un zoco árabe.

¿Cómo es posible – se pregunta la gente – que las cosas que se van sabiendo ocurriesen en una universidad pública y con aspiraciones de excelencia? La gravedad de los hechos no tiene precedente recordado y el mal causado rebasa al desprestigio de unos títulos que muchos alumnos consiguieron pagando las tasas, acudiendo a las clases, hincando los codos y realizando trabajos de investigación y análisis valiosos. La golfería del catedrático que los prostituía haciendo excepciones a sus enchufados es deplorable y sitúa algunos a tener que dar explicaciones y sufrir sospechas sobre la legitimidad de sus títulos.

Las víctimas no son sólo los alumnos que superaron de verdad las pruebas y cumplieron con todos los requisitos para conseguir el objetivo – que bien merecerían una indemnización por los daños sufridos – sino también, y lo que quizás sea lo peor de esta lacra, el descrédito de la imagen de la Universidad en general –empezando por supuesto por la Rey Juan Carlos –, y por extensión, por la seriedad institucional que inspira. La Universidad en España no goza de fama internacional y hechos como este no la ayudan a conseguirla.

El expendedor de títulos académicos Álvarez Conde podrá incorporar a sus propios diplomas el más que legítimo de “mastericida”. Su falta de respeto a la legalidad y a los principios se ha convertido también en un lamentable factor más del desprestigio de la política. La sociedad cada día encuentra más dificultades para creer a quienes la representan: cuando no es la corrupción son trapisondas de esta naturaleza las que por desgracia empañan de manera preocupante una actividad digna y necesaria.

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El “mastericida”

Diego Carcedo

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