Comparar es un arte no al alcance de cualquiera que, generalmente atrapado y sin argumentos, acude a poner en la balanza lo uno con lo otro: Puerto Príncipe, en Haití versus Nueva York, en EEUU.
Así acaba de ocurrir en una de esas concurridas reuniones de vecinos donde se realiza la consulta popular del polémico proyecto del Código de las Familias que se extenderá hasta abril, con nuevos elementos que echan por tierra siglos de tradiciones, costumbres, normas y hasta prejuicios tan arraigados como ese de registrar de primero, con el apellido del padre el nombre de la criatura o hasta más, la posible adopción de un niño en un matrimonio gay entre otras tantas novedades.
Una joven abogada, a todas luces recién graduada, debió formar parte de la mesa directiva de ese cónclave vecinal. En la introducción al debate apuntó con visible orgullo que el documento estaba a la altura de muchos países del primer mundo por su conceptualización.
Momento ideal para que un cubano de a pie, presente en la asamblea, comentara para sí y para quienes le rodeaban que muy bien, mira qué adelantamos estamos, superior a muchas potencias mundiales y con una agricultura de tercer mundo para abajo y no precisamente por el bloqueo imperial.
Así somos y seremos los cubanos, una nación donde el contraste se hace evidente a pesar de que casi todos sabemos lo que queremos y necesitamos.
Comparar, el gran riesgo de hacerlo bien o mal.
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El gran riesgo de comparar
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