Opinión

Aquel hombre que se convirtió en perro

En mi época de estudios preuniversitarios, en uno de sus festivales de aficionados, nos asesoró en el montaje y dirección de “La historia del hombre que se convirtió en perro”, del dramaturgo argentino Osvaldo Dragún.

Vale señalar que se trataba de ese teatro llamado del absurdo, que no es tan absurdo que digamos, donde un desempleado no encontraba trabajo hasta que finalmente debió sustituir al perro del sereno que custodiaba una fábrica. La obra no llegó a su final.

Con una sala abarrotada de estudiantes en Ciudad Escolar Libertad y ante la pregunta de un personaje a su mujer en torno a la nueva función como can, le gritaron desde el público que se metiera a perro policía, que ganaría más. Lo suficiente para una airada protesta del “actor” desde el escenario al irrespetuoso y jodedor estudiante.

Bajaron rápido el telón para darle paso a un declamador que no entendía muy bien las razones por las cuales el auditorio continuaba en contagiosa algarabía ante su patriótico y fervoroso poema.

Con el paso del tiempo, los tres “protagónicos” que formábamos parte del reducido elenco, tomamos otros caminos menos el de las tablas.

En Cuba, como en muchos sitios, cuando hablan dos amigos intercalan palabras propias de su oficio o profesión. Al repaso de la actualidad, de este socialismo nuestro, no pudo menos que subir al escenario que “buen guion, pero fatal la puesta en escena”.

Para no pocos en la isla, “la película”, tan cinematográficos que somos en las expresiones, es el momento que se vive con suficientes contratiempos y dificultades internas, pero también llegadas desde Washington. Mi interlocutor mostró mucho interés por conservar la salud para ver “el final de la película”. Pensé que había concluido cuando tomó aire, bajó un “vodkazo” y en perfecta postura teatral de Stanislavski, agregó:

-Y los créditos también. Muy importante ver los créditos…

Íbamos a pasar al “segundo acto” cuando llegó una de esas jóvenes hermanas religiosas que les permiten usar con moderación la ropa común y corriente. Cerveza en mano, solicitaba fuego para encender un cigarrillo a unos diez kilómetros de la madre superiora.

-¿Hablaban de alguna película? -siguió preguntando.

Todavía los hay, estudiosos renombrados, que hablan del teatro del absurdo, de aquel hombre que hasta tuvo que ladrar para poder llevar comida a casa.

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Aquel hombre que se convirtió en perro

Aurelio Pedroso

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