El año de la crisis

Opinión

El año de la crisis

Dos mil diez termina como empezó, es decir, mal: bajo la crisis económica, que por lo que vamos viendo no ahoga pero angustia, sobre la que todos pontificamos aunque nadie se atreve a verle el final. Esta crisis en su versión renovada no es la primera de la serie de males que comenzaron con las fatídicas hipotecas ‘subprime’ prodigadas por los banqueros norteamericanos ni me temo que vaya a ser la última que nos espera seguir sufriendo. Los problemas de la economía son como los racimos de cerezas que se enganchan unos a otros y resulta imposible sacarlos separados del cesto.

La proximidad de un año siempre anima a hacerse ilusiones en la idea de que será mejor que su precedente. ¿Por qué no? Toca que sea así en los vaivenes de la vida; por lo tanto que ante 2011 la esperanza en un vuelco de suerte no decaiga No hay mal que cien años dure y de crisis ya llevamos tres que parecen trescientos. Con un pelín de ayuda astral o divina, nunca se sabe, la actividad se animará, volverá a haber puestos de trabajo libres, los créditos bancarios se flexibilizarán, los salarios volverán a subir, ETA dejará de matar y de incordiar para siempre jamás, Hugo Chávez renunciará a seguir tocando las pelotas, Belén Esteban se tomará vacaciones, y el cambio climático atenderá a las razones del primo de Rajoy y se frenará ¿Dónde hay que firmar?

Son buenas intenciones, lo sé, y algo utópicas todas ellas si me apuran, pero perfectamente factibles salvo, quizás, la última. Lo del cambio climático es un asunto muy serio como para dejarlo en manos de un primo que pasaba por ahí y, peor aún, de un ex presidente como Aznar que con esos pelos que adornan su incipiente vejez se ha tomado la molestia de meter baza en semejante asunto. Pero que los indicios no estimulen el desánimo. Algún primero de enero tendrá que empezar el año feliz que nos merecemos, ¡qué coño, sin terremotos, ni tsunamis ni amenazas iraníes de bombas atómicas que para achicharrarnos a todos ya sobran con que hay ni malolientes talibanes intentarnos resarcirse de la derrota de Covadonga.

Dos mil diez, el año de la crisis que venimos trampeando, va culminándose como año de escasos motivos de felicidad — si descartamos el éxito de la Roja –, muchos males y escasos remedios. Nos deja rodeados de más pobres y lisiados, con más fanáticos dispuestos a jodernos las libertades, con sepulcros colectivos más grandes en Haití o Pakistán, con guerras, hambrunas y calamidades sin cuento. Nada ha mejorado a lo largo de estos últimos doce meses en el mundo y, por el contrario, son muchos los problemas que se han agravado, se han multiplicado o han surgido nuevos. No será, por lo tanto, y bien que es de lamentar, un año para recordar con una sonrisa.

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