Cuando Dios era generoso

Opinión

Cuando Dios era generoso

En su discurso de aceptación nuestro colega hizo un apretado repaso de su trayectoria jalonada de momentos de alta intensidad informativa. Porque Ibarz tiene bien asimilado que los periodistas acuden donde barruntan el interés sin reparar en si han sido invitados o no. Por eso estuvo, por ejemplo, en varios golpes de estado para los que no había recibido el cartón de invitación por adelantado.

Uno de los episodios se refiere a un grupo de corresponsales españoles, todavía con las camisas empapadas de sudor, recién llegados el 4 de febrero de 1992 al hotel Camino Real de San Salvador desde las montañas de Chalatemango, donde habían sido testigos de cómo los comandos de la poderosa guerrilla salvadoreña «Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional» habían destruido sus últimas armas. Cuenta cómo en el jardín conversaban sobre el final de la insurgencia y apunta que entre los reporteros se percibía cierta inquietud por su futuro profesional. Recuerda que la mayoría eran corresponsales de guerra y temían quedarse pronto sin trabajo, dado que las guerrillas desaparecían con la entrega por los rebeldes de las armas.

En ese ambiente nuestro Ibarz dice que se atrevió a comentar que Dios era generoso y que ya nos proveería de material informativo de interés. Y añade que apenas tres horas después todos fueron sobresaltados por las urgentes llamadas desde las redacciones que nos informaban de un insólito golpe de estado en la millonaria Venezuela saudí. Porque en el día del fin de las guerras civiles americanas, Hugo Chávez no dio ni cinco horas de tranquilidad al continente. Aquella asonada fracasó estrepitosamente pero ya nada fue igual para nuestros hermanos americanos. El relato merece ser analizado porque permite seguir el rastro de los elementos cambiantes y permanentes del periodismo desde aquellas fechas hasta la hora actual.

De modo que los periodistas estaban convencidos de haber asistido a un momento histórico en las montañas de Chalatemango. Pero de regreso al hotel su conversación se ceñía a las consecuencias no para los salvadoreños, que salían de una prolongada guerra civil y debían entrenarse para la paz y la reconciliación, sino para quienes habían encontrado durante años un modus vivendi como narradores del sangriento conflicto. Ese era su enfoque. Veían peligrar la continuidad en el empleo. Les preocupaba que en adelante pasaran a ser considerados prescindibles. Estaban invadidos por el mismo desasosiego que se apoderó de los aduaneros cuando la Unión Europea suprimió las fronteras interiores o el que afectaría a los empleados de las compañías de seguridad encargados del control de pasajeros y equipajes de mano en los aeropuertos, si fueran eliminadas las amenazas terroristas. Se habría resuelto un grave problema mundial, de acuerdo, pero ellos quedarían enfrentados a un inmerecido horizonte de paro.

En medio de semejante desánimo, sin guerrillas a la vista, la experiencia de Joaquín Ibarz tuvo el reflejo mecánico de confiar en la providencia y dijo aquello de que Dios era generoso y proveería de material informativo de interés. Se anticipaba así confiado a desmentir a un tal Francis Fukuyama que estaba a punto de concluir su libro sobre El fin de la historia. La historia como después hemos comprobado es una historia sin fin y por ese lado el empleo de los corresponsales de guerra queda asegurado. Las desgracias públicas están garantizadas. Recuerdo bien cómo en un momento de cierta sequía informativa en el capítulo de sucesos, el 27 de marzo de 1977 apareció el jefe de sección Francisco Pérez Abellán en la reunión de primera de Diario 16, que por entonces dirigía el abajo firmante.

Entraba Abellán feliz. Exhibía un «teletipo» con el flash de la colisión de dos aviones Boeing 747 uno de la Pan American y el otro de la KLM en el aeropuerto de Los Rodeos en Tenerife. Entonces mirando a los presentes y recordando aquel pasaje de San Mateo -«mirad las aves del Cielo que ni siembran, ni siegan, ni almacenan en graneros y vuestro Padre Celestial las alimenta- se sintió un protegido y confirmó que Dios no abandona a sus pajarillos. Porque en medio de la confusión, desde el primer momento era indudable la dimensión colosal de la catástrofe, que dejó 583 muertos y 61 heridos. Abellán blandía el billete de Iberia. Era su embarque para Tenerife. Sabía que escribiendo desde allí tenía garantizado firmar en primera página al menos los siguientes quince días.

De manera que por el lado de las guerras y desgracias hay garantías para el empleo estable de los periodistas. Otra cuestión distinta es la de si, aunque estén garantizadas las ocasiones, de su tratamiento pase a ocuparse esa nueva clase que ahora milita bajo la enseña del «periodismo ciudadano», el que describe Scott. E. Gant en su libro ‘We’re all journalists now’. Pero volviendo a la alegre camaradería que ambientaba el encuentro en el jardín del Hotel Camino Real de San Salvador queda un detalle donde se relejan los años transcurridos. Porque los periodistas que están allí en América, son alertados por llamadas telefónicas desde sus redacciones de la asonada de Hugo Chávez. Esa ha sido hasta tiempos muy recientes la historia. Los corresponsales o enviados especiales recibían la primera noticia a través de su redacción. Lo mismo daba la caída del muro de Berlín que el golpe de Yeltsin en Moscú. Ahora, los periodistas tienen el primer avance noticioso en el teléfono móvil y enseguida buscan los detalles en los accesos a Internet.

Los periodistas parecen afectados de antiguas nostalgias cuando tenían un terreno acotado, que ahora está disponible para todos. Es improbable la vuelta atrás. Puede que se exija un carné para recolectar setas en los montes de Ávila pero para dar cuenta de las noticias nunca volverá a ser necesario. Los periodistas sólo serán perdurables si adquieren el prestigio, si son suministradores de agua potable en medio de la inundación informativa que les ha dejado sin ella. Atentos.

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