La rebelión progresista, la única fuerza eficaz contra Trump

Detrás de la cortina

La rebelión progresista, la única fuerza eficaz contra Trump

Rafael Alba

Las tormentas internas de los grandes partidos socialdemocrátas mundiales una posible respuesta al avance imparable de los populismos de ultraderecha. Los récords cosechados por el Dow Jones en la misma semana en que el flamante presidente de EEUU, Donald Trump, ha hecho realidad algunas de las peores pesadillas que inspiraba antes de su llegada a la Casa Blanca, parecen dejar claras un par de cosas que, puntualmente, han señalado ya algunos afamados analistas internacionales. Al menos, para ese gremio que vive por y para los mercados y mueve el dinero de los hombres ricos del planeta entre fondos de inversión, paraísos fiscales, mansiones y sustancias alucinógenas, según el tópico, hollywoodiense, la irrupción de Trump en Washington, su defensa velada de la tortura, su muro para frenar la emigración mexicana y su desprecio a la prensa no significa ningún problema.
 
Ellos están en otra cosa, saben que habrá recortes de impuestos y una política económica favorable para sus intereses. Y eso es lo único que les importa. En realidad, eso es lo único que debería importarnos a todos. La combinación entre economía de mercado y dictadura política, ha demostrado ser un sistema maravilloso y amigable para esa mínima parte de la población mundial que acapara la mayor parte de la riqueza y justo a ese patrón parece responder un Donald Trump que va a entretener a la concurrencia con gestos peligrosos, pero que serán jaleados por un montón de ciudadanos y ciudadanas dispuestas y dispuestas a seguir votándole, mientras él, y los suyos, siguen engordando esas cuentas corrientes opacas a cualquier fisco que han hecho florecer con tanto cuidado y esmero en el terreno abonado del neoliberalismo.
 
Hay otros analistas que señalan una ventaja adicional de Trump que ya poseían, por cierto, ilustres antecesores del hotelero presidente como Silvio Berlusconi. Se trata de la eliminación de los intermediarios que hasta hace muy poco controlaban las instituciones democráticas, siempre orientándolas hacia los territorios que más interesaran a sus señoritos. Trump ha despedido a esos molestos empleados, los políticos, que, a veces, parecían haberse creído más necesarios e imprescindibles que lo que realmente eran.
 
Y, eso sí, con un estilo tomado del manual de los grandes dictadores de la historia, sólo habría pactado, o respetado los intereses de las Fuerzas Armadas, públicas y privadas, que controlan el ejercicio legal de la violencia en cualquier estado. Obviamente, este es el único colectivo del que no puede prescindir. Y, además, la alianza puede servir para perpetuar los intereses de ese grupo que, quizá podría haber tolerado también un presidente distinto, pero que no tiene ningún problema con que este presentador de televisión y hotelero venido a menos sea el que se siente en el trono que, teóricamente, ocupa cada cuatro años alguien a quien todavía se podría considerar la persona más poderosa del mundo.
 
No hay, por lo tanto, demasiadas novedades que reseñar, a pesar de todo. Ni es la primera vez, ni será la última que una figura mesiánica, teóricamente engendrada extramuros del sistema alcanza una posición tan peligrosa para el mundo. Algunos de estos casos, que se pueden encontrar fácilmente en los libros de historia han terminado muy mal para la humanidad entera. Y, por supuesto, con Trump, y las hipotecas ocultas con las que ha llegado a donde ha llegado puede ocurrir lo mismo. Así que no está de más, en absoluto, que los analistas de izquierdas, y hasta los políticos conservadores decentes, hagan horas extras para intentar encontrar fórmulas pacíficas de evitar ese mal mayor que avanza hacia nosotros como un alud. Lo malo es que, en este momento, quizá la utilidad real de estas reflexiones sea más bien dudosa.
 
Porque, en mi opinión, hace muchos años ya que se sabe perfectamente cómo dar la batalla a este tipo de movimientos reactivos y, sin embargo, por el momento, nadie parece dispuesto a hacerlo. Por lo menos, nadie que haya llegado lo suficientemente alto en la jerarquía política como para convertirse en un contrapoder efectivo. En estos días, la única batalla de las ideas que parece urgente librar es aquella que sirva para contrarrestar los desmanes que la política económica neoliberal, triunfante desde la llegada al poder de Ronald Reagan, ha provocado en la población mundial. Porque justamente ahí es donde se oculta, o no tanto, la raíz de todo lo que ha sucedido en los últimos tiempos.
 
Desde que los partidos socialdemócratas o progresistas, y muy especialmente en Europa, copiaron las recetas de los gurús económicos conservadores y dieron credibilidad a absurdeces como aquella de la austeridad expansiva, mientras intentaban asegurarse votos de colectivos diversos, y supuestamente marginales, con subvenciones y caramelitos para mantenerse en el poder, todo ha ido de mal en peor. No, por supuesto, para el funcionariado de las partitocracias, que vive muy cómodo instalado en los gobiernos de coalición y el poder regional, pero si para todos los demás.
 
Por eso, aunque sea muy lentamente, la única esperanza que parece quedar es esa rebelión silenciosa de los militantes de algunos partidos socialdemócratas occidentales que apuestan en contra de sus líderes oficiales y sus aparatos, férreos defensores del orden ‘neoliberal’ reinante. Los militantes demócratas que han apoyaron a Bernie Sanders, el rival que más temía, en realidad, Donald Trump, o los militantes laboristas que han mantenido en el poder a Jeremy Corbyn, o los militantes socialistas que han aupado hasta las alturas a Benoît Hamon, mandan una señal inequívoca del rumbo que desean para sus partidos. Y se trata, además, de una apuesta a largo plazo, porque han elegido a estos líderes, a pesar de los mensajes reiterados de sus rivales que les descalificaban como posible competidores del populismo de ultraderecha en unos comicios nacionales.
 
Lo curioso es que, a pesar de las reiteradas derrotas, que esas opciones, autodenominadas responsables, han cosechado una y otra vez en las urnas, los ‘neocons’ instalados en las cúpulas de los partidos socialdemócratas siguen a lo suyo. Intentan mantener a cualquier precio el control de unas siglas a las que conducen a la total irrelevancia, aunque para ello tengan que organizar ‘purgas’ fratricidas y altamente destructivas en esas organizaciones que dicen amar por encima de todo. Justo como está sucediendo ahora mismo en el PSOE español, o sucedió no hace mucho en el seno del laborismo inglés.
 
El problema es que, incluso, si estos aparatos tan resistentes al cambio que les solicitan sus militantes y les marca el camino que han ido siguiendo sus votos perdidos consiguieran su propósito, sólo lo harían, como ha sucedido en Grecia, o sobre todo en Alemania a costa de una implosión que les destruiría para siempre como alternativa de poder. Quizá se conviertan en bisagras imprescindibles para los conservadores y sus nuevos lideres hasta saquen un buen partido personal de ello en forma de salvoconductos para pasar indemne por cualquier puerta giratoria. Pero la historia los devorará y por mucho que lo intenten no podrán frenar la aparición de las nuevas formaciones progresistas verdaderas. Justo esas que van a nutrirse con esas legiones de militantes descontentos que quieren tener el carné de verdaderos partidos de izquierdas. O eso creo yo.
 

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