La tomatina

Opinión

La tomatina

Hay gente para todo, vive Dios. Estos días empieza el calendario de fiestas por los pueblos de España y hay que ver las cosas que hace el personal para divertirse. Los hay que arrojan una cabra desde el campanario para reírse viendo cómo de despanzurra en los adoquines y otros se lo pasan bomba lapidando conejos asustados por los rincones de la plaza de la localidad. La crueldad está a la orden del día en nuestro país, a veces con el propio cuerpo. Porque hay también una componente masoquista en algunas tradiciones que le dejan a uno hablando sólo.

Es el caso de la tomatina o tomatada, que ya no sé cómo coño hay que denominar el pringue que se dan en Buñol a tomatazo limpio un día al año. ¡Qué asco, tú! Parece que la cosa viene de antiguo, de hace sesenta u cuatro años, en plena posguerra. Todo comenzó como una pelea, quizás porque lo que había ocurrido entre el treinta y seis y el treinta y nueve les parecía poco y digno de ser revivido ya que no con granadas, sí con tomates que era lo que tenían más a mano. Desde entonces los tomates no han dejado de volar tal que misiles en busca de las frentes de los enemigos descojonados de alegría.

Miles y miles de kilos de tomates olvidadizos del hambre que hay en el mundo, se dilapidan en tan repelente juego de salsas chorreantes en unas horas, pocas. Pero ojo, que no son sólo los nativos del lugar los que se lo pasan de cine salpicándose de zumo de tomate, pringándose el pelo entomatados y sacrificando sus ropas de fiesta en zumo rojo. También muchos forasteros, unos cuarenta mil, acuden a Buñol para participar. Quien no encuentra diversión a su medida, por absurda y nauseabunda que resulte, es porque no quiere. La tomatina además no es gratis; gratis ya no es nada en este mundo en crisis: sale por 120.000 euros, porque, claro, los tomates, toneladas de tomates sacrificados, hay que pagarlos y seguramente a tocateja.

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