Los políticos, los ciudadanos y la deuda

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Los políticos, los ciudadanos y la deuda

Se cumple ahora una semana de la última reunión del G8, celebrada en la localidad de Lough Erne en Irlanda del Norte, que nos proporcionó una despedida llena de grandes entusiasmos por los logros enunciativos de los líderes mundiales allí reunidos, dispuestos por enésima vez a poner freno a la alegría con que las grandes fortunas, y las corporaciones hacen uso y abuso de los paraísos fiscales.

El tradicional autobombo que precede y sucede a estas reuniones, cada vez más vacías de contenido, se difumina con el simple ejercicio de recordar los encuentros anteriores que terminaron también con mensajes parecidos, sin que, de momento, se produzcan nunca avances desde esa casilla inicial en la que los representantes de las grandes economías del mundo llevan unos cuántos años situados.

Y mientras, esos entramados de empresas fantasmas y localizaciones de baja intensidad fiscal y secreto bancario asegurado siguen funcionando a pleno rendimiento sin que nadie lo impida. Esquemas más que conocidos que permiten a las compañías eludir esa desagradable tarea que siempre supone abonar los impuestos que verdaderamente se corresponderían con el beneficio obtenido.

Una forma de actuar que perpetua, año tras año, esa subversión social que permite ahora que aquellos que fueron los causantes de una parte nada despreciable de la crisis sigan impunes y que constituye un doble castigo para los ciudadanos que se llevan la peor parte del desastre económico y que, en su condición de contribuyentes cautivos son también los pagadores de la fiesta de sus verdugos.

Por eso resultan tan sangrantes las grandilocuentes declaraciones que se repiten después de cada nueva reunión multinacional de líderes. Porque en el fondo, la repetición del drama sólo es posible gracias a la actitud de esos políticos que no cumplen el mandato recibido de proteger los intereses de quienes con sus votos les proporcionaron el poder. De hecho, más bien parecen preocuparse de perpetuar el bienestar de esas élites financieras y corporativas para la que en realidad trabajan.

Lo cierto es que, a estas alturas del partido el gran saneamiento pendientes es precisamente ese: el de la clase política. El de esos intermediarios bien pagados que han contribuido a transformar las deudas privadas de unos pocos en la deuda pública que debemos pagar todos con el aval del poder recaudatorio de los estados.

Convendría recordar por ejemplo, cada vez que oigamos el famoso mantra que hace referencia a ‘lo mucho que debemos todos los españoles’ que esas grandes deudas en su origen no eran del conjunto de los ciudadanos del estado. Eran eso sí, de algunas empresas y corporaciones financieras y no financieras. En 2007, el año en que, según la convención más comúnmente establecida, arrancó la crisis el ratio deuda-pib español era de sólo el 42,4% y se situaba por debajo de la media europea. A finales de 2014, según las previsiones de la OCDE, la cifra se habrá más que duplicado hasta alcanzar el 103,5%.

Y ese espectacular crecimiento de la relación entre la riqueza que se puede generar y lo que se debe se produce en plena oleada de recortes. Una cruel paradoja que se deriva precisamente de esa traslación de las deudas privadas de las que hablábamos antes al monto de esa deuda soberana que se paga contra los impuestos de todos los contribuyentes.

Llegados a este punto a alguno le ha dado por pensar que no sería mala cosa entonces que alguna gran multinacional extranjera adquiriese más de una empresa española siempre que la deuda que acarrea cambiase de matricula y nacionalidad. No, por supuesto, para repetir casos como el de Endesa, una empresa que ahora es propiedad en más del 90% del estado italiano y cuya descomunal deuda, que asciende a cerca de 11.000 millones de euros, sigue sumándose a ese volumen total que se nos adjudica a los ciudadanos españoles.

Existe otro elemento a considerar a la hora de ‘indignarse’ ante la inoperancia de esas cumbres de líderes políticos con las que arrancábamos este comentario. La consciencia de que ha llegado la hora de cambiar las reglas del juego, porque seguir aplicando en estos tiempos los mecanismos individuales del estado-nación para resolver problemas de verdadera dimensión global no sólo es un contrasentido es, también una forma de asegurarse de que nunca se encontrará la solución adecuada.

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