Infierno navideño

Madrid

Infierno navideño

Los atascos son el terror de conductores y ocupantes de vehículos, así como buscar aparcamientos ya que Madrid no es una ciudad para coches

Tráfico en Madrid.

Camino del cielo, que es lo que promete la canción, estas navidades Madrid se va convirtiendo en un infierno. Será, quiero imaginarme, para que habitantes y visitantes, vayamos acostumbrándonos a lo que cuesta la felicidad eterna. En las cafeterías y tabernas de la capital se mira de reojo a la televisión hablando de la crisis de la Justicia – ahora está pasando el trance el tercer poder del Estado –, del serrín y el estiércol que algún diputado arroja al suelo del Hemiciclo, de las últimas revelaciones que esconde en su guarida el ínclito Villarejo y hasta de Gibraltar y el Brexit. Gibraltar otra vez, si, y lo que queda.

Desde que allá por los años cuarenta el embajador británico perdió la flema y reclamó a Serrano Súñer que dejase de mandar estudiantes a manifestarse ante su despacho, Gibraltar y su estatus colonial son un asunto recurrente. A mí, sin ir más lejos, me tocó como ejercicio escrito para acceder a los estudios de periodismo, como enviado especial durante el cierre de la verja, como corresponsal en la ONU y así hasta hoy. Ni la incorporación a la UE ni el ser aliado además de socio de los ingleses en la OTAN sirvió como argumento para resolver el problema.

Habrá Peñón para rato: los expertos aseguran qua mientras haya monos saltando en la cumbre este asunto seguirá. Pero en el Madrid de Manuela Carmena, que accedió a la Alcaldía de la ciudad con cara de desgana y ahora se revuelve contra propios y extraños para perpetuarse, la gente, de a pie, de bicicleta, patinete y, sobre todo de coche, clama en el vacío contra el desmadre que existe: obras innecesarias, obras necesarias que nadie aborda — calzadas lunares hasta túneles cerrados porque llueve –, cambios de direcciones y manteros ocupando las aceras con su mercancía.

Los atascos son el terror de conductores y ocupantes de vehículos. Madrid no es una ciudad para coches. Nunca sabes si vas a llegar al trabajo, a una reunión o a una cita de amor media hora antes o una hora tarde. La puntualidad es una utopía que la circulación desbarata. Los extranjeros se ponen de los nervios y blasfeman en sus idiomas, pero los nativos – que son pocos – y los residentes – que somos muchos – lo arreglamos culpando al tráfico y nos quedamos tan panchos. ¡Qué vamos a hacer! En la vida siempre hay que buscar justificaciones.

Con todo, lo peor es la obsesión de moda es dónde aparcar. Aparte que cualquier solución cuesta un pastón, el primer problema es encontrar un sitio libre. Los aparcamientos subterráneos están al completo lo mismo que los marcados con rayas azules y verdes. Hay expertos en dar vueltas a las manzanas a la espera de que alguien deje una plaza libre para ocuparla a toda leche y hay quien opta por montarse en las aceras a merced de las cámaras camufladas de coches espía.

Aparcar es una de las mayores preocupaciones, preocupaciones de infarto a veces. Y no sólo para los conductores, que sufren impulsos de dejar el coche abandonado en la calle. También sufren las consecuencias peatones víctimas del ruido ensordecedor de motores e imprecaciones y muchos establecimientos públicos. Empezando por los periódicos porque a ver quién consigue aparcar al lado de un kiosko. Igual que los restaurantes. Cuando se queda para comer es frecuente escuchar, “donde quieras que haya donde aparcar”. De ahí que haya surgido la profesión de aparcacoches, difícil e ingrata, pero una de las pocas que contribuyen a reducir las cifras del paro. No hay mal que por bien no venga.

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