Contra la violencia sexual de cada día

Huelga feminista

Contra la violencia sexual de cada día

Volver a casa sola, pasear de noche y usar el transporte público sin perder la dignidad puede parecer un derecho menor, pero no lo es y cualquier mujer sabe de lo que hablo.

Mujer violencia sexual

Me ha pedido mi directora que escriba un artículo contando por qué secundo la huelga feminista convocada para hoy, 8 de marzo, y el primero de los motivos que se me ocurre es precisamente éste: lo raro que es que una mujer sea directora de un medio de comunicación.

Sin embargo, no quiero hablar del escaso número de mujeres en puestos directivos, ni de la brecha salarial de género –ya que personalmente no la he vivido debido a que mis sucesivos jefes no han hecho distingos entre hombres y mujeres a la hora de repartir miserias- ni tampoco del hecho de que nosotras tengamos que trabajar el doble y demostrar nuestra valía el triple que ellos en nuestros puestos de trabajo, sino que quiero referirme algo que siempre me ha perseguido desde muy joven y que, como madre de dos hijas, me sigue obsesionando, la violencia sexual hacia las mujeres.

No, por fortuna, a mí no me ha violado nadie. Pero desde que tengo uso de razón vivo con el miedo a que alguien –bueno no alguien sino un hombre- me ataque en algún lugar apartado cuando haya poca luz. Mi madre no se cansó de advertirme de que lo que podía sucederme si a partir de determinadas horas del día se me acercaba un hombre estando sola y lo malo es que la realidad se encargó de demostrarme que mi madre estaba equivocada. Y es que, desgraciadamente, no hace falta que una mujer esté sola ni que sea noche cerrada para que un tipo se crea con todo el derecho del mundo a ponerte la mano encima, y no sólo la mano sino alguna otra parte del cuerpo.

La primera vez que sentí en mis carnes la violencia sexual de un varón tenía poco más de 13 años y sucedió en un autobús atestado en el que un individuo se dedicó a manosearme sin piedad. Las consecuencias de aquello fueron un inmenso asco, numerosas pesadillas y mi total determinación a que aquello no volviera a sucederme. La solución: evitar los autobuses repletos de gente.

Lo malo es que mi gran idea, además de poco práctica para llegar a los sitios a tiempo, resultó totalmente inútil ya que la segunda agresión –física y verbal- se produjo poco después en un bus en el que iba cómodamente sentada. Con el agravante de que el ‘señor’ sobón y soez se permitió el lujo de seguirme a casa, obligando a mi padre a salir al rescate. Ah se me olvidaba, las dos agresiones sucedieron a mediodía.

La siguiente agresión que recuerdo también me dejó bien claro que el hecho de no estar sola no iba a protegerme en absoluto. Tuvo lugar en otro autobús -que habrá quien piense cómo es posible que con tantos encuentros desagradables aún use el transporte público y no mande a la mierda el cambio climático en aras de mi seguridad personal- cuando un hombre sudoroso y trajeado comenzó a masturbarse con mi hombro. En cuanto me di cuenta le aparté de un codazo, sin decirle nada, y se lo comenté a mi madre –que iba sentada a mi lado- y lo peor fue escuchar que a ella también le había pasado cuando era joven y que incluso “le había manchado un bonito abrigo verde manzana que llevaba”.

Voy a omitir -para no aburrir al personal- el número de veces que he descubierto a algún tío tocándome en el Metro, las que he tenido que correr a mi portal, o la vez en que me desperté sobresaltada en un autocar de línea cuando el chico de detrás me tocaba los pechos metiendo la mano por el hueco entre los dos asientos.

La agresión que más me impactó sucedió también antes de comer y en una calle con bastante tráfico, lo que no evitó que un hombre me cogiera del cuello por detrás y metiera su mano entre mis piernas. Aquello me dejó muy ‘tocada’. Me asustó de verdad. Dejé mi trabajo de buzoneo, me convertí en una miedosa patológica y durante mucho tiempo se me aceleraba el corazón cuando oía pasos corriendo detrás de mí, por lo que cruzar un parque con gente corriendo se convirtió en una condena. Pero lo más grave de todo es que me vestí durante mucho tiempo con pantalones y cuello alto aunque fuera verano. Eso fue lo peor: me sentía culpable y pensaba que el hecho de que los hombres me agredieran era culpa mía, de que había algo en mí que les incitaba a tomarse esas libertades.

Afortunadamente, ese pensamiento me duró poco. En mi interior sabía que no era verdad y el sentido común siempre me ha dicho que el problema no lo tenía yo sino esos hombres que consideran a las mujeres como un mero objeto sexual, que pueden usar cuando les plazca.

Lo cuento ahora en público por primera vez, pero se lo he contado a mis hijas con la misma intención que movió a mi madre: que tomen precauciones, que se ‘cuiden’, alertándoles especialmente del riesgo de volver a casa solas. Y contra eso es contra lo que me rebelo con todas mis fuerzas. No quiero que el mensaje de que las chicas deben extremar las cautelas siga pasando de madres a hijas.

Puede que sea tarde para mí –y que yo no pueda nunca ver un grupo de hombres de noche sin cruzarme de acera o entrar en el ascensor con un desconocido- pero no quiero que las nuevas generaciones de mujeres vivan con el temor permanente a ser agredidas solo por el hecho de ser mujeres. Quiero que las ‘manadas’ –como la que violó a una chica en los sanfermines- se conviertan en chuchos aislados que sean una excepción en los titulares y que sea innecesario que las familias demos consejos diferentes dependiendo del sexo de nuestros hijos.

Volver a casa sola, pasear de noche y usar el transporte público sin perder la dignidad puede parecer un derecho menor, si lo comparamos con cualquiera de las otras discriminaciones que sufrimos, pero tiene una peculiaridad: todas hemos padecido estos comportamientos machistas alguna vez y cualquier mujer, incluso las que hoy hacen la huelga a la japonesa, sabe de lo que estoy hablando.

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