Un  periodista gallego corrigió a Fidel Castro y recibió una inolvidable sorpresa

Desde el malecón con...

Un  periodista gallego corrigió a Fidel Castro y recibió una inolvidable sorpresa

Comandante, con todo el respeto que usted merece, tengo que decirle que ha cometido un error. Fidel Castro no paraba de hablar. Sus intervenciones allá por los sesentas y setentas del siglo pasado eran, generalmente, improvisadas y sin límites de tiempo. Aquella noche de discurso kilométrico, el comandante se presentó en el diario Granma para, como era su costumbre, corregir el discurso.
 
Aunque solía hacer tal labor en el despacho del primer capitán Jorge Enrique Mendoza, director del rotativo, decidió bajar a la segunda planta donde se encontraban los linotipos a la par de los correctores de pruebas.
 
Ahí estaba en ese turno mi primer jefe en periodismo: el gallego Carlos Naves Francos, que con pocos años de edad, sus padres se establecieron en el poblado de Camajuaní, en el centro de la isla, con un pequeño negocio de imprenta y donde el niño Carlos aprendió ortografía y heredó de sus padres el amplio refranero español.
 
Carlos Naves, ante la presencia inesperada de Fidel Castro, le dijo:
 
-Comandante, con todo el respeto que usted merece, tengo que decirle que ha cometido un error.
 
El recién llegado no se sorprendió con tan fuerte aseveración y le pidió explicaciones.
 
Naves le refirió que en su discurso él había dicho aquello de “cuando veas las barbas de tu vecino arder, por las tuyas en remojo” y que en realidad se trataba de las bardas, una suerte de enredaderas que protegían corrales y dividían patios allá por su natal Galicia, que cuando se incendiaban era preciso verter agua en las otras para evitar la propagación del fuego.
 
Fidel, contaba Naves con demasiada frecuencia, agradeció la explicación, se pasó su mano derecha por las barbas y le puntualizó:
 
-La gente me ha entendido. Lo dejamos así.
 
Al día siguiente, un escolta le llevó de regalo a Naves la última edición del Diccionario de la Lengua Española, de la Real Academia Española.
 
Naves lo mantuvo por mucho tiempo en su mesa de trabajo y lo guardaba bajo llave al terminar el turno. Con el tiempo, llegamos jóvenes correctores que nos iniciábamos en la profesión y que para provocarlo en esos momentos de quietud en la madrugada, fingíamos discutir si tal vocablo era con “s” o “z”. Al pedir alguien se tomara el diccionario para verificar, el viejo periodista saltaba del asiento de labor y con una sonada mala palabra abortaba cualquier intento por acercarse al libro.
 
Pocos años después, murió Naves. Cuando su hija fue a por las pertenencias que guardaba cerrojo de por medio, el Diccionario no estaba. Antes de morir lo había trasladado a casa.
 
Mucha ortografía aprendimos con el viejo. De igual forma, cada noche o madrugada era un deleite el repaso de los refranes. El más socorrido era aquel que empleaba cuando algún periodista mediocre visitaba el departamento. Al salir, se le escuchaba decir a Carlos Naves Francos:
 
-Suerte te de Dios, que el saber de nada te vale.

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