Los malditos juzgadores

Cenáculos y mentideros

Los malditos juzgadores

Rita Barberá, exalcaldesa de Valencia

No sé, tal vez fuese corrupta, pero nadie respetó su pretensión de inocencia. Fue la víctima, otra víctima, de este país sin amor y con mucha mala leche). Escribo todavía anímicamente estremecido y periodísticamente estimulado por la sorprendente noticia de la muerte de Rita Barberá, la eterna alcaldesa –ex alcaldesa ahora, claro—de Valencia, una mujer que ha sido muy duramente golpeada por la opinión pública y publicada a causa de un contencioso que, en el proceso penal, asciende a mil euros. Ignoro si Rita Barberá se benefició o no de esa corrupción generalizada en el PP valenciano –no está probado, en todo caso–, pero jamás me atreví a lanzar una acusación sobre lo que no me consta; y, como muchos, recibí sus angustiados mensajes ‘no me condenes tú también’. De cualquier forma, al margen de lo que hiciese o no su entorno municipal y autonómico partidista, pienso que mil euros no es cantidad como para linchar a una persona hasta el infarto. Ninguna cantidad merece el linchamiento de una persona, porque hay que odiar el delito (cuando consta su existencia) y compadecer siempre al delincuente, como pedía Concepción Arenal.
 
Quiero decir que no estoy seguro de que las lapidaciones contra quien apenas se puede defender ayuden a la lucha contra la corrupción. Las penas infamantes, a las que tan aficionados somos en España, no se contemplan en Código Penal alguno, y me parece que todos, comenzando seguramente por nosotros, los periodistas, deberíamos tener mucho cuidado con lo que escribimos o decimos, no vaya a ser que causemos un mal irreparable al buen nombre de alguien, de sus familiares y hasta de quienes les rodean. Y extiendo esta recomendación a juzgados, policías judiciales, defensores y fiscales que tantas veces nos utilizan a los medios para impulsar o hundir una causa. Y, cómo no, me permito hacer extensivas estas reflexiones a los partidos políticos. Escuché a un líder decir, comentando la muerte de Barberá, después de haber rechazado participar en el minuto de silencio convocado en el Congreso en su memoria, que ‘las ideas no son respetables’; se refería, claro, a las ideas de ‘ella’. Me preocupa tal falta de tolerancia: ¿cómo que las ideas no son respetables? ¿O será que solo no merecen respeto las ideas contrarias a las nuestras?
 
Causa tristeza la falta de tolerancia y de amor por la confrontación precisamente de eso, de ideas, que padecemos en este país cainita. Bueno, para simplificar, y generalizando un tanto, podríamos decir que España es un país crecientemente carente de amor y cada vez más sobrante de mala leche y de envidia. A Barberá, a la que ningún tribunal había condenado todavía, le negaron el saludo los propios que este miércoles la lloraban y denunciaban la ‘cacería’ contra la senadora y ex alcaldesa. Y contra ella se arremolinaban las hordas a las puertas del Juzgado, insultándola de la manera más procaz esos mismos que ayer se inclinaban ante su poderoso paso municipal. Nadie tuvo –tuvimos—el valor de salir a defenderla, al menos como presunta inocente, una inocencia que ahora todos consideran, con indignación, garantizada. Qué país, madre.
 
Por algo será que, según no pocas fuentes, España es el país europeo donde las redes sociales se vuelven más canallas, más insultantes, menos veraces y nada reflexivas. La vieja intransigencia hispana campa por doquier, arrasando con famas que me da lo mismo que se apelliden Barberá, Chavez o Griñán. Conozco a quien, denunciado por un juzgado al que ingresó en furgón policial, esposado y con las teles cubriendo el paseíllo, hundimos entre todos la vida para que, al final, fuese puesto en libertad sin fianza, porque nada había contra él, salvo la deficiente instrucción de un juez y la mala leche de algún filtrador.
 
No, la lucha contra la corrupción no es esto. De ninguna manera es esto, porque corremos el riesgo de que se genere un efecto boomerang y los auténticos corruptos se vayan de rositas, equiparados con quienes han sido ajenos a la corrupción en gran escala que hemos padecido. Me fastidian, lo diré sin rodeos, los juzgadores sin toga y las togas implacables, me parecen un peligro quienes quieren judicializar la vida política –lo digo, sí, por el ‘caso Homs’—y quienes quieren arrimar el ascua del poder judicial a su sardina de odios africanos. Esos, lo digo con frase machadiana, son los que van apestando la tierra que deberíamos sembrar de acuerdos y concordia.
 
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