La lucha de las anónimas

Día de la mujer

La lucha de las anónimas

Bisabuela Mar Millán

Tuvo una vida difícil de jornalera en el campo ya desde bien pequeña, pero era una mente libre e inteligente que necesitaba de conocimiento. Nació en 1899, en un momento de cambios y contrastes y ya desde joven aprendió a luchar contra la sociedad y sus costumbres machistas. Vivía en un seno muy humilde pero que ejemplificaba a la perfección la lucha por la igualdad que le tocó vivir: Su madre, fiel militante del PCE. Su padre, un machista maltratador.

Tuvo una vida difícil de jornalera en el campo ya desde bien pequeña, pero era una mente libre e inteligente que necesitaba de conocimiento. Un compañero de trabajo mayor que ella, que sabía leer y escribir, la ayudó a entender esos garabatos incomprensibles dibujados en el papel a los 15 años. Su padre en cuanto se enteró acudió al compañero y le amenazó e insultó por enseñar cosas estúpidas que no servían de nada a una mujer. Aquel día en casa su padre le inculcó a golpes sus ideas.

No obstante, los golpes no podían con su empeño. La figura de su madre la inspiraba. Recibía más golpes que ninguna por su militancia política, pero no por ello empequeñecía su determinación. Le recordaba que había que seguir luchando por duros que fueran los golpes. Desde entonces, no paró de leer y tuvo acceso a muchos libros y conceptos que pocas mujeres del campo tenían a su alcance.

Durante uno de sus múltiples trabajos como sirvienta en casa de un representante de carbones conoció a José, el hermano pequeño del señor. José era un hombre sencillo y bondadoso, con cierta tendencia a ahogar en alcohol la pena que le suponía su sordera y ver frustrados sus sueños de ser arquitecto siguiendo los pasos de su padre, el cual murió y no pudo costear sus estudios. No obstante, no era violento como su padre, sólo un alma atormentada. José además, a diferencia de su hermano Matías, tenía ideales de derechas. Poco le importaba eso teniendo un corazón tan grande. Ambos cayeron perdidamente enamorados y pese al rechazo de la familia de José a que estuviera con una mujer de orígenes tan humildes, se casaron.

Siguió los pasos de su madre y a principios de la 2ª República entró a formar parte de las filas del PCE. Escribió para el periódico de su zona y no se perdía ni un solo mitin o acción. José solía decirle con cariño “Chica, deja eso, que un día te van a hacer algo”. Por aquella época sus padres estaban ya bastante enfermos y ella quería seguir el camino que su madre ya no podía continuar.

Cuando Clara Campoamor consiguió el voto femenino, consciente del peligro de que esto diera el triunfo a la derecha, ejerció el voto en todos los colegios de la zona. No había ni uno donde no votara. El responsable de la Junta Electoral, que lo sabía, solía decir “Dominga es una electora muy fina”.

Fue un tiempo convulso e ilusionante por partes iguales. La 2ª República era inestable y los gobiernos se sucedían rápidamente y aunque el bienio negro, gobernado por la derecha republicana, había sido un retroceso de muchas de las reformas llevadas a cabo en el primer bienio, el pueblo seguía viviendo en democracia.

Con la llegada del Frente Popular, la derecha, como siempre, se impuso al voto de las mayorías con fuego y espada, estallando finalmente la guerra civil en 1936. La difícil situación no la amedrentó: Pedía para los exiliados de la guerra, daba apoyo a los combatientes del Frente Popular, seguía participando en todos los mitines…En aquella época su madre Catalina dejó aquel mundo que tornaba oscuro, como si ésta viera lo que estaba por llegar. Su hija la enterró con una bandera comunista y cantando la internacional. Su determinación aumentó, pero pronto descubriría lo que eran de verdad los engranajes políticos.

Mientras hacía una de sus rutas pidiendo para los exiliados, fue a parar a la casa del responsable del PCE en la zona y alcalde de Villanueva Córdoba, Julián Caballero. Allí, en su casa, él y todos los responsables del PCE disfrutaban de una abundante matanza. Cuando tocó a la puerta, Caballero le dio 5 duros y un trozo de tocino mohoso. Fue tal la rabia que sintió que le tiró a la cara el dinero llamándole sinvergüenza. Le daba una miseria mientras él disfrutaba a cuerpo de rey del dinero del partido. Fue entonces cuando se dio cuenta que aquellos que gobernaban el PCE no predicaban las enseñanzas de Marx y eran iguales que aquellos contra los que luchaban: Gente interesada nada más que en su propio beneficio personal. Mientras, los refugiados morían de hambre. Dejó el PCE en una asamblea no sin antes llamar fascistas a aquellos que regían el PCE y se hacían llamar compañeros.

Aunque estaba ya fuera del partido, siguió ayudando a todo aquel que lo necesitara y haciendo política de la vida, pese a vivir uno de sus momentos más difíciles: La muerte de José, de su hija pequeña Alfonsa 3 años después por una bronquitis, y la de su hija mayor, María, intoxicada por gas en una casa donde servía en Córdoba, tres años después de la muerte de Alfonsa.

Cuando entraron los Nacionales y empezaron los asesinatos y fusilamientos acogía a todo aquel perseguido que lo necesitara en su casa: Antiguos miembros del PCE, republicanos, gitanos o socialistas, como su vecina, que pese a jamás ser solidaria con ella cuando vivía cómodamente con su marido (concejal del PSOE), la acogió junto a sus 7 hijos en casa cuando mataron a su marido.

Trabajó en el casino de los ricos y aquello le servía para enterarse de donde iban a realizarse las próximas emboscadas o dónde habían enterrado a los fusilados. Ella siempre avisaba aunque pusiera en peligro su propia integridad. Muchas personas salvaron la vida o pudieron enterrar a sus muertos gracias a ella.

También enseñaba como podía a los demás. Por las noches, después de las agotadoras jornadas segando, todas las vecinas se juntaban en una hoguera y ella les leía de todo: Los miserables, Soldado desconocido, Moby Dick, la prensa del día…lo que le llevaran ella se los leía. Enseñó también a su hija, con una primera cartilla, a leer como hiciera ella en su infancia. Era una mujer, pero sabría leer.

Jamás nadie intentó reprenderla o ajusticiarla. Todos la conocían, sabían su pasado, y precisamente esa era la razón de su impunidad: su gran corazón e integridad la amparaban. Sólo una vez dio con sus huesos en la cárcel por robar para dar de comer a sus hijos pero el juez franquista se apiadó de su situación de viuda con hijos y la dejó libre sin ningún cargo.

Siguió viviendo y asistiendo a los cambios que estaban por llegar. Vio por fin morir a Franco y a la dictadura, y vivió la transición desde la barrera.

De nuevo volvió a votar. Jamás a los comunistas, pero su voto irremediablemente iba siempre a la izquierda. Vivía con su hija y a la muerte de su yerno, una persona que jamás había abandonado Córdoba – igual que todos sus antepasados – fue a parar, con más de 90 años, a Canarias, para vivir ambas con su nieta mediana.

En ese momento fue cuando conocí a la protagonista del relato, Dominga Palomo Romero, cuando yo tenía 3 años. Era mi bisabuela.

Pasaba muchas horas con ella jugando. De aquellas era ciega por culpa de las cataratas, pero hacía juego de manos conmigo. Y sus historias, me encantaban sus historias. Yo que vivía en un pueblo turístico, aquellas historias del campo, contándome como su madre corría de un lagarto enorme, hacían volar mi imaginación. Jamás me hablo, eso sí, de política ni de la guerra, a excepción de los detalles de sus historias, que dejaban ver que fue persona muy humilde y pobre.

Cuando empecé el colegio y supe leer, siempre me pedía que le leyera. Pese a que yo le leía cuentos infantiles, me escuchaba en silencio y muy atenta. Siempre que terminaba, le decía a mi abuela o mi madre lo bien que entonaba, paraba en las comas y puntos, o leía con fluidez. “Esta niña será muy fina” les decía, “esta niña tendrá una carrera”. Ahora, con una edad madura y después de pasar años y años escuchando a mi abuela contarme todas estas anécdotas que me han dado mayor contexto de quién era mi bisabuela, sé que ella disfrutaba al verme leer pacientemente durante horas, igual que hiciera ella tantos años atrás, a aquellos que no podían.

Murió cuando yo tenía 11 años (justo ayer se cumplieron 17 años), y fue mi primera experiencia cercana a la muerte. Con aquella edad la eché muchísimo de menos y la lloré, pero ahora, ya adulta, la extraño aún más si cabe. Extraño que no haya visto a su bisnieta ser la primera mujer de la familia con una carrera y podérselo agradecer. Extraño que no me vea junto a mi pareja compartir como iguales las tareas que siempre le estuvieron reservadas a las mujeres. Extraño ahora que vivimos tiempos con tantas similitudes a los suyos, no pueda tenerla al lado para aconsejarme sobre política.

Esta historia no es increíble ni especial, es la historia de cientos de miles de madres, abuelas y bisabuelas españolas. Podría escribir otros artículos semejantes con las historias de mi abuela y mi madre, dos mujeres que siempre supieron lo que es trabajar y conciliar tareas domésticas y cuya lucha, aunque alejada a la política, ha sido incansable. Ellas cuatro, contando a mi tatarabuela, son mi guía todos los días cuando me levanto y es su memoria la que hace que, pese a los altibajos, siga día a día continuando su lucha.

Hoy, 8 de Marzo, Día de la Mujer, y el resto de 364 días del año, recordemos a todas esas madres, abuelas y bisabuelas, todas esas mujeres a las que debemos los derechos de los que ahora disfrutamos y por las que estamos obligados a seguir luchando. El día en que la igualdad plena sea algo común, aceptado y asumido por todos como normal, sólo entonces, habremos rendido verdadero homenaje a sus memorias.

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