Doctorándonos en la indefinición. (Este miedo no lo conozco)

Coronavirus

Doctorándonos en la indefinición. (Este miedo no lo conozco)

Estos días intento no olvidar que muchos de los aplausos de cada tarde vienen de gente que no hicimos apenas nada para proteger la sanidad.

El coronavirus no es Chernóbil, pero en algunas cosas se le parece. Hay algo extraño en la amenaza invisible, latente, en la sensación de que pueda estar en cualquier lugar [o en ninguno].

¿Y cómo es? Puede que se la hayan enseñado en el cine. ¿Usted la ha visto? ¿Es blanca o cómo? ¿De qué color? Eso le preguntaba un residente de la cercana Prípiat a Svetlana Aleksiévich, eso recoge en su obra Voces de Chernóbil. Se refería a la radiación, claro. En la serie basada en la catástrofe la representan como una especie de lluvia de polvo luminoso. Pero es un recurso visual. Nadie podía verla, olerla. Estaba, pero solo cabía imaginarla.

Una residente de Prípiat, la ciudad más cercana a la central de Chernóbil, decía después de la explosión: “Este miedo no lo conozco”. El coronavirus se le parece en su invisibilidad y en la incertidumbre

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El niño pregunta por el coronavirus, dice que quiere verlo, que cómo es. Le enseño una fotografía tomada por microscopia electrónica, unas anodinas bolas grises con esa aparente corona alrededor.

—¡No, así no son!—grita indignado. ¡Son más finos y más largos!

El niño piensa irremediablemente en los dibujos de Érase una vez… La vida. Recuerdo un artículo que acabo de terminar sobre la educación de ciencias en la escuela: los niños no son tábulas rasas y no hay que vaciar sus cabezas de ideas erróneas. Van desarrollando sus modelos y lo conveniente es construir sobre ellos, no despojárselos. No tanto por eso sino por abreviar le digo que también, que los hay de muchos tipos.

—¿Los virus no tienen ojos?

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Con los primeros casos resulta casi inevitable pensar que esas personas infectadas conviven en lo más íntimo con alguien famoso. Hasta ese extremo llega la influencia de la publicidad.

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Los niños van desarrollando sus modelos, como nosotros con la llegada del virus y su extensión. Aprendiendo capa a capa, doctorándonos en la indefinición.

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Otra residente de Prípiat: Este miedo no lo conozco. A quien temo es a los hombres. A la gente armada. La naturaleza de la explosión era demasiado desconocida, sus efectos posiblemente poco evidentes para la gente escasamente informada. Pero a la zona había llegado el ejército, y con él la memoria de todas las guerras vividas.

Aquí el miedo es distinto. No depende de las armas pero sí de los hombres, a quienes el virus necesita. También el miedo acaba desplazándose hacia ellos. Se traduce en distancia social (pero en saludos por los balcones).

—¿Tienen ojos los virus?

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El confinamiento infla hasta el extremo la atención selectiva. Reaparece en mi mesa el libro ¿A quién vamos a dejar morir? (Sanidad pública, crisis y la importancia de lo político) del médico Javier Padilla, publicado hace apenas unos meses que ahora parecen años antes de todo esto. El título del libro es un subrayado recursivo y exponencial.

Opto por continuar con el libro de cuentos que había dejado a la mitad unos días antes que ahora parecen meses antes: La historia universal, de la escocesa Ali Smith. Topo de nuevo con la cita inicial, de Clarice Lispector: Todo en el mundo empezó con un sí. Una molécula le dijo sí a otra molécula y nació la vida. Pero antes de la prehistoria hubo la prehistoria de la prehistoria, y existía el nunca y existía el sí. Creo que entiendo mucho menos de todo lo que encierra y de todo lo que tiene que ver con aquí y ahora, y sin embargo me convenzo de nuevo de que todo está en todo y de que cualquier tema sirve para hablar sobre lo que realmente se quiere hablar.

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En los hospitales empieza a hablarse ya de medicina de guerra.

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Hace un tiempo, para el capítulo de un libro, pasé un día con Francis Mojica, el investigador que descubrió las secuencias CRISPR. Me contó que escogió estudiar biología por Félix Rodríguez de la Fuente, y después microbiología, porque es más interesante lo que no ves, porque engloba fisiología, bioquímica, genética, ecología y evolución. Añada las capas que quiera sobre economía, política, psicología, costumbres o desigualdad: solo así la visión del virus —lo que implica y destapa— se hará más inevitablemente real.

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Si todo está en todo, imagine la tragedia revertida propuesta por David Trueba. Si asumiéramos que el calor dificulta la transmisión del virus —algo que aún no se ha confirmado—, el contagio se extendería por Europa mientras que en África apenas tendría incidencia. Aterradas, las familias europeas escaparían de la enfermedad de manera histérica, camino de la frontera africana. Tratarían de cruzar el mar por el Estrecho, se lanzarían en embarcaciones precarias desde las islas griegas y la costa turca. Adivinen el final de su viaje, la improbable bienvenida y la evidente moraleja: Al llegar a la costa africana, las mismas vallas que ellos levantaron, los mismos controles violentos y las fronteras más inexpugnables invertirían el poder de freno.

Como todo está en todo, nos reíamos de las aplicaciones y drones que controlaban a la población china: ahora ya hay quien las reclama y nos devuelve al precario equilibrio entre libertad y responsabilidad. O, como sucede ante la amenaza terrorista, entre la protección y la privacidad. Como todo está, el ISIS recomienda ahora a sus terroristas que no viajen a Europa.

Como todo está en todo, deseamos que la crisis climática nos preste su ayuda en forma de un calor supuestamente inactivador. Como todo lo está, y como esto pasará, cuando despertemos la misma crisis seguirá aquí.

Si todo está en todo, como decía el escritor Alejandro Rossi: cualquier acción —pensada a fondo— es un pozo que conduce al centro de la tierra.

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Este diálogo de la película Greenberg, con Ben Stiller:

—Ahora mismo intento no hacer nada por un tiempo.

—Eso es valiente a nuestra edad.

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A las ocho de la tarde salgo al balcón, oigo los vítores y los aplausos. Quien sale detrás de mí me previene: es más fácil romantizar la cuarentena desde el privilegio, aplaudir como impulso pero también como autocomplacencia. Resulta más difícil y menos intuitivo aplaudir a los abandonados, a los condenados sin capacidad de acción a la inacción. Pienso en las líneas que alguien “Anónimo” publicó en La Marea bajo el título Invocación:

Por las casas demasiado pequeñas para estar mucho tiempo juntas, o mucho tiempo solas

por las casas con violencia, con ruido, sin luz.

Por las personas sin casa.

A la persona que gritó a una vendedora de kleenex en la acera y luego a una mendiga:

¡vete a casa, aquí no puedes estar, ve a tu casa!

que la vida le haga reaccionar (…)

A las que se creen que no están enfermas pues piensan que la salud es una frontera y piensan que una frontera les hace superiores

que la vida les haga reaccionar

y si no lo hace la vida

que lo haga nuestra organización.

Ese texto también pedía por los profesionales sanitarios. Decido que la posible autocomplacencia no exime del aplauso, más aún tras comprobar que a muchos de ellos les está ayudando a continuar, a empujar.

Intento no olvidar que no pocos de esos aplausos vienen de gente que no hicimos apenas nada para proteger la sanidad, que hicieron justo lo contrario de lo que había que hacer para defenderla.

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Todo este miedo lo vamos conociendo.

Fuente: SINC

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