Albricias: ¡dimitir es sano!

Política

Albricias: ¡dimitir es sano!

En España se echaba de menos la disposición a dimitir de nuestros políticos, pero las cosas han empezado a cambiar.

Carmen Montón

La sociedad española sigue avanzando hacia la perfección y ha recuperado el verbo dimitir en todas sus conjugaciones y, por lo tanto, habría que darle la enhorabuena. Dimitir estaba cayendo en desuso y la verdad es que era una pena que tan buena costumbre se perdiera. Muchos nombres, sujetos susceptibles de acogerse a sus tiempos, particularmente al presente, encontraban en su olvido motivo para eludirlo. Pero afortunadamente, las cosas están volviendo a su sitio.

El idioma, cualquiera, no es ni puede ser pasivo ante los cambios tecnológicos, científicos, políticos y por supuesto, sociales. Las nuevas generaciones incorporan cada día nuevas palabras y nuevas expresiones al diccionario. Los académicos de la lengua no dan abasto dictaminando incorporaciones, aceptando significados y multiplicando o restando acepciones. En este ajetreo lingüístico que nos traemos no está mal mirar atrás.

Es decir, recuperar palabras, verbos o términos que estaban cayendo en el abandono. Es lo que está ocurriendo con el verbo dimitir. Dimitir de cargos o funciones, sea por incapacidad, por incompatibilidad o simplemente por decencia, es saludable; muy saludable para el buen funcionamiento de una sociedad democrática. El secuestro del verbo dimitir no ha aportado nada positivo a la nuestra.

Ahora nos estamos empezar a dar cuenta. Contamos para ello con ejemplos cotidianos que llegan de por ahí afuera – y no me refiero sólo a la feria de dimisiones y destituciones que es la Administración de Trump –: hace pocos días dimitió en Francia un ministro importante del Gobierno de Macron igual que antes lo hicieron los presidentes de Israel y Alemania, primeros ministros como el del Reino Unido, etcétera.

Antes ya hubo dimisiones que hicieron historia, como la de Richard Nixon, el segundo presidente norteamericano que tuvo que salir por pies de la Casa Blanca para no pasar por el bochorno universal del impeachment que se le venía encima. Otra dimisión reciente e injustamente olvidada fue la de Strauss-Kahn, el todopoderoso secretario general del Fondo Monetario Internacional que, olvidándose del respeto a las mujeres, se sobrepasó con una camarera del hotel donde se hospedaba.

En España se echaba de menos la disposición a dimitir de nuestros políticos. Algunos tuvieron que ser sacados de sus despachos o escaños a base de tirones de orejas. El cambio lo inauguró la ex presidenta de la Comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes, que se resistió como gato panza arriba a reconocer que había sido atrapada en sus mentiras y chanchullos académicos y acabó teniendo que ceder a la puerta que le abrió su partido.

Algo similar ocurrió con el ex presidente de Murcia, José Antonio Sánchez, acorralado por la Justicia, o Màxim Huerta, víctimas de sus incumplimientos fiscales, quien tuvo que abandonar el ministerio de Cultura sólo con el premio de consolación de haber sido el ministro más efímero de la democracia. Apenas una semana disfrutó de los oropeles del poder. Tanto el éxito como el fracaso suelen jugar estas pasadas.

Concepción Pascual, directora general en el ministerio de Trabajo sufrió un gol en su propia meta y presentó su dimisión cuando la burocracia le atribuyó la legalización de un sindicato de prostitutas. Soraya Sáez de Santamaría dimitió por incompatibilidad de caracteres. Más sonada sin embargo ha sido la dimisión, en esta ocasión forzada, por el escándalo público de la ministra de Sanidad, Carmen Montón.

La ex presidenta de Madrid fue sentenciada cuando se comprobó que siseaba cremas en los supermercados y la exministra en cuanto se supo que había copiado en una tesina. Suele pasarles a los alumnos poco aplicados y muy arriesgados. Qué se le va a hacer, lo importante es que el verbo dimitir sigue vigente y que seguramente no faltarán nuevos candidatos predestinados a conjugarlo en el tiempo presente.

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