Corruptos y banderas

Detrás de la cortina

Corruptos y banderas

Algunas personalidades consiguen convertir las dudas, más que razonables, sobre su honestidad en una suerte de conspiración contra las instituciones que dicen representar. Vale para todos, lo mismo una presidente, o presidenta autonómico, o autonómica, que el de un club de fútbol. Igual para el secretario general de un sindicato, que el de un partido político. Incluso un juez, y por supuesto, los ministros de turno, los consejeros autonómicos o los responsables de las empresas públicas.

Y, lamentablemente, esa receta universal está encontrando aplicación últimamente en casi todos los ámbitos que hemos descrito en el párrafo anterior y quizá en algunos más. Hasta tal punto se ha extendido el cáncer de la corrupción en las instituciones con el ‘consentimiento’ de unos ciudadanos que parecen incapaces de no caer en la trampa. A pesar de que la estrategia sea burda y haga aguas por todos lados.

Básicamente el truco, propio de un ‘trilero’ de tercera, consiste en escamotear la bolita de la vista de esos ciudadanos a quien se pretende timar por medio de una maniobra de distracción que ni siquiera tiene que ser demasiado sutil. ¿Qué hay dudas sobre los extraños contratos de algunos clubes de fútbol o sobre quién ha financiado algún costoso fichaje? Ya se sabe. Es cosa del enemigo, envidioso de los éxitos deportivos de España, de Cataluña o de ‘Villatempujoynosube’, quien lanza a los cuatro vientos tales infundios.

Y lo mismo pasa si se habla de los extraños lazos económicos de alguna fundación, o de las comisiones pagadas a un tercero, o del dinero público desaparecido en todo tipo de frentes. La simple sospecha de que todos estos inmaculados prójimos que nos rodean hayan podido meter el dedo en la caja es suficiente para que se ponga en marcha la máquina de hacer patrias, se siembren las divisiones correspondientes, se señale al enemigo y los afectados puedan convertir en sospechosos a quienes se han limitado a pedir explicaciones sobre comportamientos dudosos.

Y, lo malo de todo esto, e insisto en ello porque al final es sin duda lo más importante, es que los miembros de la supuesta tribu agredida admiten que el sospechoso fulano en cuestión se envuelva a su gusto en la bandera elegida.

Tan indignados están que niegan la mayor sin aportar prueba alguna. Y,a pesar de todo lo que hemos visto ya, y lo que nos queda por ver, se lo permitimos. Les dejamos que lo hagan. No hay una exigencia contundente y clara en la población de que los sospechosos demuestren su inocencia de la manera más sencilla: enseñando las facturas. Sin más. Y, en caso de que los infundios y las conspiraciones de las que hablan sean ciertas, nada más lógico que buscar la correspondiente reparación para la reputación agredida en las instancias que correspondan.

Es obvio que el único modo de que este comportamiento cambie es que se sancione con dureza y un total desprecio social a quien lo ejerza. Es hasta más comprensible el silencio en muchos casos que este odioso recurso al ‘patrioterismo’ y las adhesiones ciegas tan común en estos días.

Y, por supuesto, hay una forma muy obvia de luchar contra estos tipos deplorables. No volver a votarles, sin ir más lejos. Hasta el punto de que, como ocurre en otros países democráticos, sean sus propios correligionarios quienes les expulsen de la vida pública. Justo lo contrario de lo que hasta ahora hemos hecho. Pero nunca es tarde.

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